Mucho se habla hoy en día del deber que tiene el gobierno de respetar los derechos humanos. La protesta social que puede llevar al enfrentamiento entre los protestantes y los agentes gubernamentales responsables de preservar el orden público, pareciera en ocasiones ser el escenario más visible y pertinente para exigir que se respeten esos derechos. ¿De qué derechos estamos hablando? ¿Sólo en medio de las protestas callejeras se deben respetar? ¿Cuál es el sentido y la razón de ser de los derechos humanos? ¿Constituyen ellos ideales o utopías inalcanzables? ¿Son ellos motivo de subversión del orden, de desestabilización de gobiernos y sus defensores deben ser acallados?
A raíz de los brotes de protesta social en Colombia, hemos sido testigos de fuertes discusiones sobre la vulneración o el cumplimiento de los derechos humanos. Mientras unos afirman que los cumplen a rajatabla y que obran en cumplimiento de la ley, otros denuncian ante organismos internacionales su violación, porque no confían en las instituciones nacionales responsables de investigar, constatar y castigar estos hechos. Alegan que carecen de credibilidad, neutralidad y firmeza, todo lo cual favorece la impunidad, la injusticia y la rampante desigualdad social.
Según algunos, los derechos humanos, los tuyos, los de ellos, los de otros y los míos, son “entidades abstractas” que existen por allá, lejos, en un universo inalcanzable, como las mónadas de Leibniz. Son ilusiones, pero nunca serán realidades. Por ejemplo, deberíamos aceptar que el estado actual de desigualdad entre las naciones y entre los seres humanos demuestra que los derechos humanos son utopías y que en estos aspectos y temas deberíamos dejar las cosas como están sin tantas discusiones, sin peleas inútiles, pues la desigualdad es un hecho que ha estado siempre presente en la historia humana y que nos acompañará por siglos.
Siguiendo este planteamiento, habría que aceptar como una realidad inmodificable y “legítima”, el hecho de que un niño campesino de los andes colombianos o peruanos tenga un precario acceso a la educación, en comparación con los maravillosos niveles educativos de los niños de Silicon Valley. Siguiendo el símil bíblico, la educación de los niños campesinos, marginados y excluidos, es como el puñado de migajas que caen de las mesas de los que banquetean en opíparas mesas educativas en los países “desarrollados”. Con la misma lógica, también tendríamos que aceptar como “normal”, que los hambrientos del mundo sigan existiendo por siempre, aunque sus penurias pudieran acabarse con apenas una parte del dinero que el mundo gasta en armamentos en menos de un año.
Creo, más bien, que la desigualdad es producto de la sin razón y el egoísmo humanos. Por ejemplo, según la ONU, el mundo necesita $267 mil millones de dólares al año para hacer sostenible la erradicación del hambre mundial. En contraste, el gasto en armamentos, sólo en 2019, fue de 1,9 billones de dólares. Estados Unidos gastó 732 mil millones de dólares; China 261 mil millones de dólares; la India $71.100 millones de dólares. Los cinco países que más invierten, incluidos Rusia y Arabia Saudita, representan juntos más del 60% de los gastos militares totales. Eliminar el hambre del mundo es factible y se lograría si los líderes de cinco países así lo decidieran. No es algo irremediable.
En contraste, desde otra orilla de pensamiento, muchos ven a quienes afirman la vigencia de los derechos humanos y exigen su debido respeto y cumplimiento, como sujetos “sospechosos”. Los señalan de ser extremistas que amenazan la estabilidad social y política de las naciones. Como los hemos visto casi a diario en nuestra patria, un defensor de los derechos humanos es visto por fuerzas oscuras como una amenaza y por eso, son eliminados.
En Colombia se convirtió en parte de la rutina informativa el crimen de algún líder defensor de los derechos humanos o el asesinato de los campesinos que reclaman con justicia la devolución de sus tierras usurpadas o arrebatadas. Por la impunidad reinante o la ineficacia de los entes investigadores oficiales, todo esto es parte del triste paisaje diario y su muerte la lloran solamente sus familiares más cercanos. A nosotros, tales hechos nos tienen sin cuidado.
A pesar de esto, como héroes temerarios que enarbolan sus banderas, en las Organizaciones no gubernamentales defensoras de los derechos humanos, en cumplimiento de sus responsabilidades, muchos los proclaman a pleno pulmón e increpan a gobiernos y gobernantes por violarlos, incumplirlos y pisotearlos. En esa proclamación ponen en riesgo su vida y, paradójicamente, también todos sus derechos. A pesar de ello, siguen empeñados en su difusión, cumplimiento y defensa.
Otros, con cinismo y prepotencia, se proclaman respetuosos de ellos, mientras encarcelan o asesinan a quienes exigen su cumplimiento y respeto, por oponerse a quienes tienen el poder. Tildan de burócratas entrometidos a los funcionarios de tribunales, comisiones o cortes internacionales que los visitan, los vigilan o los pueden llevar a juicio. Y se declaran en abierta o velada oposición y rebeldía contra sus informes o dictámenes.
Esta realidad, confusa pero evidente, me interroga profundamente. ¿Será que, de verdad, los derechos humanos son una utopía inalcanzable y debemos conformarnos con la desigualdad mundial como un hecho inmodificable? ¿Será que quienes proclaman y exigen su cumplimiento a los gobiernos, los que creen en su vigencia y validez, son ilusos que buscan desestabilizar el orden y merecen ser silenciados?
¿Será que su proclamación consolida una amenaza para la paz de las naciones? ¿Será que estamos equivocados cuando afirmamos que todos tenemos la obligación de cumplirlos y respetarlos? ¿Se habrá perdido todo el esfuerzo mundial de estos 73 años desde cuando se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos y desde cuando entró en vigencia la Carta de la Naciones Unidas, que sirve de guía de actuación a la Asamblea de las Naciones Unidas?
Esta contradictoria realidad me lleva a revisar los fundamentos sobre los que se han construido tanto la Organización de las Naciones Unidas como sus agencias, promotores y garantes del cumplimiento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Quiero encontrar respuestas a estos interrogantes pues no soy especialista en derecho ni me considero experto en derechos humanos.
Luego de trabajar por veinticinco años en empresas dedicadas al entretenimiento televisivo y a la cultura de masas, trabajé durante casi diez años en UNICEF, el Fondo de las Naciones Unidas para la infancia, una institución que tiene como fundamento y guía para su acción los derechos humanos de los niños, niñas y adolescentes en todo el mundo. Quiero examinar y reflexionar sobre estos hechos y compartir con ustedes mis reflexiones. En un próximo artículo quiero examinar lo que muchos han pensado sobre los derechos humanos, desde el nacimiento y desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas.
*Esta nota periodística no representa la postura de Acción Cultural Popular – ACPO organización dueña de la marca registrada Periódico El Campesino y elcampesino.co. Con ello, tampoco compromete a la organización ni al periódico en los análisis realizados, las cifras retomadas, los entrevistados que aparecen, entre otros.
Por: Bernardo Nieto Sotomayor. Equipo Editorial Periódico El Campesino.