sábado, junio 28, 2025
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Los herbolarios invisibles y la otra historia de la expedición botánica

La historia oficial conserva láminas, especies clasificadas y manuscritos enviados a Europa. Pero cada descubrimiento estuvo acompañado por voces que orientaban, manos que recolectaban y saberes que guiaban.

El conocimiento popular fue fundamental”, destaca Octavio Duica, mediador del Instituto Colombiano de Antropología e Historia, ICANH.

“La expedición no habría sido posible sin quienes sabían reconocer una planta por su olor, por el canto de un ave o por la textura de su hoja”, sostiene. “Este dispositivo pedagógico busca precisamente resignificar ese saber campesino e indígena que enriqueció el trabajo de campo y que hoy sigue siendo vigente.”

Caminos de ciencia compartida

Iniciada en 1783 con el respaldo de la corona española, la expedición recorrió territorios clave, como Mariquita, Honda y el valle del Magdalena. Durante quince años exploró miles de especies vegetales. El recorrido fue posible gracias a un equipo amplio que combinaba formación académica con saberes del territorio.

“En los documentos históricos encontramos menciones breves, pero el verdadero trabajo de campo lo hicieron quienes acompañaban a los expedicionarios, recolectaban y clasificaban”, explica Duica. 

Campesinos e indígenas reconocían cada planta por su forma, por su relación con la vida cotidiana, y por sus usos en rituales, partos, enfermedades, comidas y oficios. Esa sabiduría comunitaria “fue el motor silencioso de la expedición”.

Plantas con memoria

Hoy muchas de esas mismas plantas siguen presentes en los mercados rurales y en los patios familiares. Son parte de la economía popular, de la medicina natural y de los saberes transmitidos entre generaciones. “El tabaco, por ejemplo, sigue siendo un cultivo clave en varias regiones. Eso tiene raíces coloniales, porque fue parte del monopolio español”, recuerda Duica.

“Hablamos de plantas que se usaban en rituales, en procesos sociales, en la vida diaria… y que también se exportaron como medicinas”, señala. 

En los cajones del Herbolario, exposición que acompaña su relato, se agrupan especies clasificadas durante la expedición y utilizadas por siglos en territorios rurales. “Hay pigmentos, frutas, plantas venenosas, fibras y maderas. Todo eso es conocimiento ancestral vivo.”

Reconocer para fortalecer

La Expedición Botánica fue también un encuentro de saberes, pues la ciencia ilustrada se entrelazó con los conocimientos ancestrales del campo. “Lo que buscamos con este trabajo es devolver la voz a quienes acompañaron la expedición desde sus territorios y saberes, y que pocas veces han sido reconocidos”, reafirma Duica.

La etnobotánica, que estudia cómo las comunidades se relacionan con las plantas, permite reconstruir esa relación entre conocimiento, vida cotidiana y territorio. Desde allí, los saberes ancestrales se reconocen como parte fundamental de la historia científica del país. 

“Este conocimiento no es del pasado. Está vivo, se cultiva, se transmite, y sigue siendo central en la vida de muchas comunidades.”

José Ramiro García: una vida dedicada a contar el campo

José Ramiro García nació en Rovira, y desde muy joven se enamoró de la palabra. La copla que escuchaba en su familia, la poesía popular, los relatos orales de los abuelos y la vida entre cafetales sembraron en él una sensibilidad que más tarde se convertiría en una carrera literaria dedicada a visibilizar la riqueza cultural del campo.

Desde que estaba en el colegio me gustaba escribir. En los años 70 participé en un concurso en Chiquinquirá y quedé bien posicionado. Ahí sentí que debía seguir”, recuerda García. Su vocación cobró un nuevo sentido en 1996, cuando comenzó a trabajar con comunidades indígenas y decidió registrar lo que los mayores narraban sobre medicina, cosmovisión, cocina y territorio.

Ese contacto profundo con la tradición oral lo llevó a escribir La Abuela Raquelina, obra galardonada por el Ministerio de Cultura y publicada tras ganar el premio Colombia Emprende. Luego vendría El Saber de mis Abuelos, una investigación sobre cocina tradicional y oficios rurales desarrollada durante siete años junto a abuelas y sabedores del Tolima Grande. Este libro recibió mención de honor, distinción como vigía del patrimonio y ha sido base para recuperar preparaciones como los insulsos, la chucula de maíz, los huevos al rescoldo o los fiambres, además de documentar herramientas, vivencias y técnicas agrícolas ancestrales.

“El fogón era la universidad de los abuelos. Allí se fumaba tabaco, se tomaba chicha y se compartían los secretos: cacería, cosmogonía, medicina, cocina. Yo solo fui el escribano”, dice.

A la fecha, José Ramiro ha escrito 12 libros, de los cuales 10 están terminados y 7 han recibido premios. Ha participado en al menos 17 ferias del libro y 6 ferias de artesanías, y hoy lidera un colectivo de escritores con raíces campesinas. Entre sus logros más recientes destaca haber sido reconocido por la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (UNAD) como uno de los escritores destacados del país.

Publicar desde el campo no es fácil. Yo tuve que aprender a hacer mis propios libros, porque las editoriales no llegan por aquí. Pero el campo da inspiración, y eso es lo que me mueve a seguir”, afirma.

José Ramiro García
Escritor y poeta

Su trabajo ha estado acompañado por una historia familiar profundamente ligada a la educación popular. Su padre, campesino con solo un mes de estudio formal, fue alfabetizador en las escuelas radiofónicas de Sutatenza y su sistema combinado de medios, que incluía la radio, el periódico El Campesino, el Discoestudio y las cartillas de Acción Cultural Popular,  para enseñar a leer y escribir a más de dos mil personas.

“Mi papá creó una escuela en casa con un radio de dos bandas. Enseñaban a los trabajadores del campo a leer, a pensar, a debatir. Eso me marcó mucho. Hasta ayudé a escribir cartas de amor cuando tenía nueve años”, cuenta entre risas.

La historia de José Ramiro García es también la historia de un país que ha encontrado en sus zonas rurales una fuente inagotable de conocimiento y belleza. Su obra literaria rescata saberes en riesgo de desaparecer y, al mismo tiempo, dignifica la figura del escritor campesino como mediador entre la tradición y el futuro.

“Yo invito a los jóvenes del campo a escribir, a no dejar que sus historias se queden en el olvido. Puede que sea difícil, pero vale la pena. Algún día alguien leerá lo que uno escribió, y ahí estará el campo, vivo”.

Comunidades rurales lideran su propia conexión: así avanza el proyecto “Conectando a los no conectados

Conectarse a Internet es abrir la puerta a nuevas oportunidades y fortalecer el poder colectivo de las comunidades. Así quedó demostrado durante el lanzamiento del proyecto “Conectando a los no conectados”, una alianza entre el Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones, Colnodo y la Unión Europea que promueve redes comunitarias de Internet en zonas rurales de Colombia.

El evento se llevó a cabo en el Centro Felicidad Chapinero – CEFE, con participación de representantes institucionales y comunitarios. El proyecto busca consolidar soluciones de conectividad gestionadas por las propias comunidades, brindando acceso a tecnología, formación digital y herramientas de autogestión.

Redes construidas desde la comunidad

La iniciativa arranca con un piloto en tres veredas: Tasmag, en Cumbal; El Guadual, en Ricaurte (Nariño); y Colinas Bajo, en San José del Guaviare. Allí, las comunidades lideran la implementación de redes locales con infraestructura tecnológica, centros de inclusión digital y servidores para la creación de contenidos propios.

Juan Sebastián Burgos Chiran

Para Juan Sebastián, miembro del proceso de turismo comunitario Chinagui en el piedemonte costero nariñense, la conectividad es una herramienta para transformar la realidad local: “Nuestra ubicación limita la llegada de señal, pero con este proyecto podemos potenciar nuestras iniciativas de emprendimiento, salud y educación remota. Es una oportunidad para que cada miembro de la comunidad administre sus recursos culturales y ambientales, y los proteja desde el conocimiento”.

Según explicó, la conectividad fortalece pilares fundamentales de su organización: unidad, cultura, defensa del territorio y autonomía.

“Siempre hemos trabajado en minga. Estar conectados no solo nos une como comunidad, también nos enlaza con el mundo. Queremos compartir nuestras fortalezas, nuestras luchas y aprender de las experiencias positivas que ocurren en otros lugares”.

Mujeres indígenas al frente del cambio

Desde la vereda Tasmag, en Cumbal, Gloria Aza Yakumama, representante legal de la Asociación Turística Agroecológica Yakumama, compartió cómo este proyecto responde a una necesidad sentida por años.

Gloria Aza Yakumama

“Queremos conectividad para aprender a manejar las redes sociales, los pagos digitales, y para que nuestras mujeres tejedoras, nuestras cocineras y sabedores puedan ofrecer sus productos sin salir de la vereda”.

Gloria también señaló el valor de la conectividad responsable y pedagógica en las nuevas generaciones: “Confiamos en que nuestros hijos aprendan a usar Internet con responsabilidad. Así podrán investigar, educarse y mantener vivos los saberes que se transmiten en nuestros fogones y con nuestros taitas”.

Una alianza que impulsa la autonomía

El proyecto se articula con políticas públicas que reconocen el papel activo de las comunidades en la provisión de servicios digitales. Desde la estrategia Global Gateway, la Unión Europea respalda esta apuesta como una vía para garantizar derechos, reducir brechas y fortalecer la economía local.

“Dar a las comunidades el poder de construir e implementar sus propias soluciones de conectividad es parte emblemática de nuestra apuesta. Conectar los territorios apartados del país es construir paz”, afirmó Gilles Bertrand, embajador de la Unión Europea en Colombia.

A través del programa Juntas de Internet – Comunidades de Conectividad, el Ministerio TIC y Colnodo apoyan procesos organizativos que convierten a las asociaciones locales en proveedoras de Internet comunitario, integrando equipamiento, formación y sostenibilidad.

Conectando a los no conectados es una plataforma para que las comunidades rurales de Colombia accedan a nuevas oportunidades, preserven su cultura y fortalezcan sus territorios desde la autonomía. Conectarse, en este contexto, es también cuidarse, reconocerse y proyectarse.

¿Ya alistaste tus binoculares? Súmate al Global Big Day este 10 de mayo

Contar aves para conservar el planeta. Esa es la esencia del Global Big Day, una iniciativa que convoca a miles de personas en todo el mundo a salir con binoculares, cuadernos o simplemente un celular con la app eBird para registrar cuántas aves pueden ver en un solo día. Para Colombia, más que una competencia científica, es un acto de orgullo nacional; con más de 1.900 especies registradas, es el país más biodiverso del mundo en aves.

Pero más allá del dato, cada ave vista y registrada aporta en la protección de los ecosistemas, contribuye a entender los efectos del cambio climático y a fortalecer las economías locales a través del ecoturismo y la educación ambiental.

“La presencia y variedad de especies de aves en un ecosistema favorece el equilibrio ecológico y fortalece la resiliencia frente al cambio climático”, afirma Ellie Anne López Barrera, docente investigadora de la Universidad Sergio Arboleda y doctora en Ecología y Conservación.

Según la experta, las aves cumplen funciones esenciales como la dispersión de semillas, el control biológico de plagas y la polinización. “Han evolucionado en conjunto con ciertas plantas, como es el caso de los colibríes y especies con estructuras florales especializadas. Esta relación garantiza diversidad genética y fertilización cruzada, fundamentales para la regeneración y estabilidad de los ecosistemas”, explica.

Además de su papel ecológico, las aves tienen un impacto directo en la economía de las comunidades rurales. “Colombia, al ser un país megadiverso, se convierte en un destino ecoturístico privilegiado. El avistamiento de aves impulsa emprendimientos locales y promueve proyectos productivos asociados a la conservación”, resalta López Barrera.

El Global Big Day es también una oportunidad para visibilizar estos esfuerzos. Para participar este sábado 10 de mayo, solo se necesita:

  • Crear una cuenta gratuita en la plataforma eBird.
  • Salir a observar aves en cualquier parte del país y registrar lo observado.
  • Usar la app o el sitio web de eBird para subir los datos.
  • Respetar los hábitats naturales durante la jornada.

Cualquier persona puede unirse: desde aficionados, familias, estudiantes o expertos. Cada dato cuenta y suma para entender mejor la biodiversidad y sus dinámicas frente al cambio climático. “Es importante reconocer que el deterioro de los hábitats, sumado a los efectos del cambio climático, impacta directamente nuestra biodiversidad. Pero también que nuestras acciones pueden revertir esta tendencia”, enfatiza la bióloga marina.

La biodiversidad colombiana es una responsabilidad colectiva que se fortalece con cada registro, cada decisión de conservar, cada comunidad que se organiza en torno a su territorio.

“Somos un sistema socioecológico; lo que hacemos con nuestros recursos, cómo los usamos y cómo los protegemos, se refleja directamente en nuestra calidad de vida”, concluye Ellie Anne López Barrera.

Este 10 de mayo, Colombia vuelve a alzar el vuelo. Participar en el Global Big Day es mirar al cielo para defender lo que somos: vida, diversidad y territorio.

Agricultura en Guainía:Saberes y esfuerzos compartidos que transforman comunidades

En Guainía sembrar es solo una parte del esfuerzo. Llevar los alimentos hasta los centros poblados exige estrategias logísticas complejas, tiempo y una coordinación cuidadosa entre productores y comunidades. La geografía amazónica, el acceso fluvial y aéreo, y las condiciones particulares del suelo configuran un modelo agrícola que combina tradición, adaptación y permanentes desafíos de movilidad.

“La yuca brava es uno de los cultivos más importantes para las comunidades indígenas del territorio; se produce en los conucos y se transforma en mañuco, casabe y otros alimentos esenciales para la dieta diaria”, dijo a elcampesino.co Daniel Toro, ingeniero agrónomo y habitante de Inírida. Esta producción se complementa con ají, plátano y frutos amazónicos como la manaca, que hoy también representa una oportunidad económica gracias a su alto valor nutricional.

Las riberas del río Guaviare ofrecen suelos arcillosos y fértiles, ideales para estos cultivos. Cuando el caudal crece, los sedimentos enriquecen la tierra, y generan condiciones favorables para la agricultura. Sin embargo, su ubicación obliga a planificar con precisión cada traslado. “Desde esas zonas productivas es necesario llegar hasta Inírida o Barrancominas por vía fluvial. Para lograrlo se requiere gasolina, que ingresa desde San José del Guaviare, y eso representa un costo importante para las familias agricultoras”, explica Toro.

El abastecimiento del casco urbano también depende de productos que llegan desde otras regiones del país. Por vía fluvial ingresan alimentos como papa, cebolla y huevos. El recorrido puede tomar entre 12 y 15 días, y requiere cuidados para conservar la calidad de los productos. “Durante ese trayecto, factores como la humedad o la temperatura influyen en el estado de los alimentos. Por eso se complementa con una ruta aérea, que trae hortalizas dos veces por semana desde Bogotá”, detalla el ingeniero.

El transporte aéreo permite mayor rapidez, pero también implica costos elevados. “Cada kilo transportado supera los seis mil pesos, lo cual se refleja en los precios de venta. Aún así, garantiza la llegada de productos que no se cultivan localmente y amplía la oferta disponible para la población”, comenta.

Daniel Toro, ingeniero agrónomo

 Ante esta realidad, Guainía ha desarrollado soluciones desde la propia región. En zonas como Inírida, donde los suelos son arenosos y con alta acidez, se promueven prácticas que mejoran las condiciones agrícolas. “Se ha trabajado en el uso de materia orgánica, sistemas de riego e incluso invernaderos, especialmente para el cultivo de hortalizas, muy demandadas por la población colona”, afirma Toro.

Además, iniciativas como Negocios Verdes han comenzado a fortalecer la transformación local. Frutos amazónicos como el arazá, la manaca o el copoazú se convierten en mermeladas, bebidas o productos condimentados con valor agregado. “Estas estrategias amplían el potencial comercial de la región y también permiten conservar mejor los productos y dinamizar la economía local”, señala.

En Guainía, cada alimento que llega al plato ha recorrido más que kilómetros, ha pasado por ríos, vuelos, prácticas ancestrales y nuevas tecnologías. La agricultura aquí alimenta y, al mismo tiempo, conecta comunidades, saberes y esfuerzos compartidos.

“Tenemos suelos diversos, cultivos adaptados, y una población comprometida con hacer que esta región siga creciendo desde el territorio. Cada mejora logística fortalece nuestro camino hacia una producción más conectada y sostenible”, concluye Daniel Toro.

El caso de Cogua: Un ejemplo de sostenibilidad rural desde la gestión comunitaria del agua

Gracias a una movilización constante en defensa de sus fuentes hídricas, este municipio ha desarrollado un modelo local de gobernanza que conjuga sostenibilidad ambiental y eficiencia administrativa.

“La comunidad se ha apropiado de su territorio y ha construido una defensa sólida del recurso hídrico. Durante los últimos ocho años, los colectivos ciudadanos han liderado un proceso que protege el agua como eje articulador del desarrollo”, afirmó Mauricio López, director ejecutivo del Pacto Global Red Colombia, una iniciativa de las Naciones Unidas.

Cogua cuenta con más de mil hectáreas de reserva forestal hídrica y es parte del sistema que alimenta el acueducto regional que abastece a su propia comunidad y a municipios vecinos como Zipaquirá y Nemocón. Esta riqueza natural ha impulsado a sus habitantes a fortalecer el cuidado de quebradas, manantiales y nacimientos de agua, especialmente en las veredas.

Uno de los casos más destacados es el acueducto de la vereda El Olivo, administrado por una asociación comunitaria que implementó un modelo de gestión alineado con la Ley 142 y las disposiciones de la Superintendencia de Servicios Públicos. “Pasó de ser una junta de vecinos a una organización con estatutos claros, representación legal, gerente, junta directiva y manejo contable riguroso”, explicó López.

Hoy, esta estructura presta el servicio con eficiencia. Se cuenta con medidores, tarifas ajustadas a la normatividad, registros contables al día y una cartera prácticamente al 100 % de recaudo. “Las tarifas son justas y los usuarios las pagan con gusto porque ven un servicio bien administrado, con soluciones rápidas cuando se presentan fallas y con insumos disponibles para atenderlas”, agregó.

Además de la gestión técnica, la comunidad ha promovido procesos de vigilancia ciudadana para asegurar el cuidado de sus cuencas. Estudiantes, vigías ambientales y líderes rurales participan activamente como guardianes del agua. Las actividades escolares integran la educación ambiental, y los procesos comunitarios fomentan una cultura de protección y apropiación del territorio.

En el ámbito institucional, la articulación con la alcaldía de Cogua ha facilitado el avance hacia metas mayores como la implementación de plantas de potabilización y el fortalecimiento de capacidades técnicas locales. “Este es un ejemplo de cómo una organización veredal, con enfoque empresarial, puede alcanzar grandes resultados cuando hay compromiso colectivo”, destacó.

La riqueza hídrica de Cogua también impulsa el turismo ecológico y gastronómico, lo que genera empleos y nuevas oportunidades para la comunidad. Esta dinámica económica complementa el enfoque ambiental y posiciona al municipio como referente de sostenibilidad rural.

“En Cogua, el agua ha sido el punto de encuentro entre ciudadanía, conocimiento, gestión y desarrollo. La experiencia demuestra que el trabajo colectivo, con enfoque territorial y visión de futuro, es una vía concreta para construir bienestar duradero”, concluyó el director ejecutivo del Pacto Global Red Colombia.

Inundaciones en la región del Ariari dejan cultivos arrasados y veredas incomunicadas

Las comunidades de la región del Ariari, en el departamento del Meta, iniciaron esta semana un cierre total e indefinido sobre la vía nacional que comunica al Meta con el Guaviare. La causa es la falta de atención a una emergencia que ya deja más de familias damnificadas, veredas inundadas, cultivos perdidos y múltiples municipios incomunicados.

“Soy Donato Liberato, de la región del Ariari, damnificado por el río que hace trasvase hacia el río Viejo”, explica el líder ambiental que ha documentado la crisis que golpea al campo. “El cauce principal colapsó y obliga a hacer trasvase. Esto tiene comprometida la vida de todos los habitantes de la región productiva, de la despensa agroalimentaria del país, donde hay víctimas del conflicto, de la ola invernal y también de la corrupción”.

Las cifras son contundentes: en El Dorado, se reportan al menos 300 familias damnificadas y más de 600 hectáreas de cultivos bajo el agua. En El Castillo, el número de familias afectadas asciende a 600. La emergencia se extiende a Granada, Cubarral y San Martín. “En Cubarral la afectación es sobre la barra izquierda, desde la pata del puente hasta la Camachera. Ahí se han perdido proyectos ganaderos”, señala Donato. “En San Martín, hay riesgo en Viso Colorado, la Camachera, la Reforma, y por Granada ni se diga”.

El impacto también se refleja en las pérdidas productivas. “Se ha perdido ganado, proyectos avícolas, de porcicultura, apicultura. Son muchos emprendimientos que la gente financió con créditos y el río se llevó la inversión”, denuncia. “En El Dorado se han registrado 14 viviendas destruidas y también hay daños en acueductos comunitarios, energía y vías terciarias”.

El Ideam declaró alerta roja por la creciente de los ríos Ariari, Guamal y Humadea, cuyas aguas han afectado las zonas más productivas de la región. “Las veredas Isla 1, Isla 2, El Diamante, San José, Santa Rosa, San Isidro y Pueblo Sánchez están incomunicadas”, relata Donato. “Eso equivale a medio municipio de El Dorado y parte de El Castillo”.

Frente a la emergencia, la Gobernación del Meta decretó calamidad pública, pero la respuesta ha sido limitada. “Llegaron con dos máquinas. Desde el principio se les dijo que era insuficiente y no hubo voluntad para ampliar la operación”, sostiene Donato. “El diagnóstico inicial es de 7.000 horas máquina para poder cerrar el trasvase. Ya hay nueve puntos identificados por la DIGER y la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo”.

La situación se agrava por la demora en los trámites administrativos. “La Unidad de Gestión del Riesgo no pudo actuar porque la Gobernación no entregó los soportes técnicos a tiempo. Ahora que están en el territorio, falta ampliar las horas de operación para que no se pierda lo que ya se ha invertido”.

La comunidad también denuncia un trasfondo estructural relacionado a la minería ilegal en el Parque Nacional Natural Sumapaz. “Por la fiebre del oro realizaron excavaciones, usaron explosivos. Hoy esa montaña que contiene al Ariari está debilitada. El río viene a matar a nuestros campesinos, a acabar con sus ahorros, con todos los proyectos productivos”.

El cierre de la vía nacional continuará hasta que lleguen soluciones efectivas. “El cierre total indefinido viene para que las entidades pongan la cara. Se solucione esto de manera inmediata y podamos dejar la protesta pacífica abierta, a la espera del cumplimiento de los compromisos”, afirma Donato.

Las comunidades exigen maquinaria, obras de mitigación, atención humanitaria y presupuesto justo. “No salimos a exponernos por capricho. Esta es la única forma que tenemos para proteger la vida de los campesinos que están en riesgo”.

La tradición oral del campo:Jergas campesinas que mantienen viva la cultura rural

Desde tiempos coloniales, el habla rural colombiana se ha forjado en caminos de tierra, patios de cocina y trochas de montaña. Allí donde el libro tardó en llegar, el lenguaje se volvió herramienta de trabajo y herencia entre generaciones. Las jergas campesinas nacen de la cotidianidad con frases que nombran lo que no siempre se puede explicar; que orientan en el cultivo; que advierten en la cosecha; que alegran la jornada y que enseñan sin solemnidades. Se dicen, se entienden y se recuerdan, porque en ellas se conserva una pedagogía sin aula y una literatura sin tinta.

Expresiones como “a la topa tolondra”, para referirse a hacer algo sin plan; o “tener ñeque”, usada para describir a quien tiene fuerza y empuje, forman parte de un glosario vivo que cambia con el tiempo, pero mantiene su raíz. En veredas del Tolima, por ejemplo, se escucha “camello mata estudio” para ilustrar cómo el trabajo rural puede imponerse a la educación formal. En los mercados del Eje Cafetero alguien puede estar “más perdido que aguja en potrero”, mientras en zonas del Caribe se advierte “no dé papaya” para invitar a no bajar la guardia.

Estas expresiones tienen fuerza por su riqueza lingüística y por su capacidad de crear comunidad. Para muchos líderes educativos rurales, integrar el habla local a procesos pedagógicos es una forma efectiva de conectar con las realidades del territorio. Experiencias como las Escuelas Digitales Campesinas o los glosarios comunitarios promovidos por bibliotecas veredales han demostrado que cuando se parte del lenguaje cotidiano, el aprendizaje fluye con mayor naturalidad. En contextos de alta oralidad, las jergas actúan como puente entre el conocimiento ancestral y los nuevos procesos de formación.

Vale decir que es una oralidad que se palpa también en nuestras músicas campesinas (caribes, pacíficas, vallunas, caucanas, tolimenses, huilenses, llaneras…), con expresiones como “pescao envenenao” (meter cuento o engañar, de Choquibtown); “El que la tumbe la pagará” (juego con una botella, con clara connotación política, de la agrupación caucana “Puma Blanca”); “Me dejó con la traga del año” (lo que en otras latitudes se conoce como despecho, guayabo o tusa, de Darío Gómez); “Cachucha bacana” (gorra bonita, por Alejo Durán).

Como se puede ver, hablar del campo colombiano y de lo que significa ser campesino es pisar terrenos complejos, pues no nos podemos referir a identidad sino a identidades llaneras, vallunas, montañeras, costeras, selváticas…Y conservar estas jergas es reconocer que el campo colombiano tiene sus propias voces.

Voces que enseñan, que ríen, que critican y que no han dejado de nombrar la vida con sus propias palabras. En un país que se reconoce como pluriétnico y multicultural, valorar el habla campesina es un acto de memoria, respeto y futuro.

El cambio climático pone a prueba la vida rural en Colombia

Mientras el mundo debate sobre el cambio climático, en Colombia se siguen viviendo sus efectos. Las zonas rurales son las más expuestas y, al mismo tiempo, las menos protegidas. Según el IDEAM, la temperatura media en el país ha aumentado 1,4 °C en las últimas cuatro décadas, y más del 70% del territorio nacional es vulnerable a desastres relacionados con el clima. Sin embargo, el 84% de los municipios rurales no tiene un plan efectivo de adaptación climática. La falta de infraestructura, información y apoyo técnico deja a los campesinos librando esta batalla en soledad.

Desde Belén de los Andaquíes, Caquetá, Deisy Quimbayo, representante de la Asociación de Productores por la Amazonía y el Buen Vivir, relata con preocupación para elcampesino.co la inestabilidad climática: «hemos tenido lluvias muy fuertes y veranos prolongados que nos dejan sin agua. Se secan las quebradas y no hay cómo regar ni alimentar a los animales». En agosto de 2023, una avalancha arrasó el puente que conectaba cinco veredas, dejando incomunicadas a decenas de familias. Nueve meses después, el puente sigue sin ser reconstruido. «Estamos atrapados. Solo salimos al pueblo cuando es absolutamente necesario», agrega.

A esto se suman los costos productivos: su asociación moviliza entre 2.000 y 3.000 kilos de plátano por semana, pero el paso está bloqueado. La historia reciente incluye intentos de cruzar el río con animales y bultos de cosecha que terminaron arrastrados por la corriente. «Tuvimos que rescatar una bestia y casi se pierden dos vidas. Todo por la falta de una infraestructura básica.»

En el centro del país, Laura Natalia Nausa enfrenta una situación parecida. Desde la vereda Honduras, en Mesitas del Colegio, cuenta que las estaciones han perdido su regularidad. «Entre 2020 y 2022 fue lluvia sin descanso; en 2024, el calor ha sido inclemente.» La falta de una estación seca perjudicó durante tres años consecutivos la cosecha de mandarina y mango. «Los cultivos no florecen y, cuando llueve sin parar, el plátano se cae por el peso del agua.»

Laura Natalia Nausa
Vereda Honduras, Mesitas del Colegio, Cundinamarca.​

Laura ha intentado adaptarse aplicando hidrogeles (material que permite retener grandes cantidades de agua), en los cultivos de café. Aunque logró mejores resultados que sus vecinos durante una sequía reciente, reconoce que sin educación climática ni asistencia técnica, muchas comunidades no logran implementar soluciones efectivas. Además, las vías de acceso a su finca están deterioradas: «el 80% es destapada, y cuando llueve, los carros se entierran. Los adultos mayores deben caminar kilómetros para tomar transporte.»

Las voces de Deisy y Laura reflejan un patrón nacional que indica que el cambio climático está transformando la vida rural y productiva del país. Colombia necesita avanzar con decisión en estrategias de adaptación climática que prioricen la ruralidad, fortalezcan la infraestructura, impulsen la educación ambiental y aseguren mecanismos de respuesta oportuna.

Escuchar al campo es un acto de justicia climática, porque quienes cultivan, crían y sostienen la vida del país merecen hacerlo en condiciones dignas y con respaldo institucional.

En el Día Internacional de los Trabajadores:Las manos que alimentan el país merecen protección y reconocimiento

Este 1° de mayo, Día Internacional de los Trabajadores, el país conmemora la labor de quienes sostienen la vida desde el territorio. En el campo, la jornada empieza mucho antes del amanecer y se extiende más allá del cansancio. Allí donde florece el alimento, también resisten comunidades golpeadas por la pobreza, la informalidad y la violencia. Según el DANE, el 84% de la población ocupada en el sector rural se encuentra en condiciones de informalidad laboral, lo que significa que 4 de cada 5 personas trabajan sin acceso a salud, pensión ni protección por riesgos laborales.

El Índice de Pobreza Multidimensional (IPM) en las zonas rurales fue del 37,1% en 2020, mientras que en las zonas urbanas se situó en 12,5%. Esta diferencia refleja carencias en educación, salud, empleo y acceso a servicios básicos, como agua potable y saneamiento. A esto se suma la persistente falta de conectividad, de infraestructura vial y de canales de comercialización justos, lo cual limita el desarrollo económico del sector.

Además, el envejecimiento de la población campesina se acentúa con la migración de jóvenes hacia las ciudades. Sin incentivos ni garantías para permanecer en el campo, se debilita la transmisión de saberes y se pone en riesgo la continuidad de las prácticas agrícolas tradicionales.

En regiones como Caquetá, Nariño o el Catatumbo, la situación se agrava por la presencia de grupos armados ilegales, que ejercen control territorial, imponen extorsiones, causan muertes y desplazamientos. Esta violencia deteriora el tejido productivo y limita el ejercicio de derechos individuales y colectivos.

Pese a este panorama, se han logrado avances importantes. En 2023, el Congreso aprobó el Acto Legislativo 01, que reconoció al campesinado como sujeto de derechos y de especial protección constitucional; también se consolidaron nuevas Zonas de Reserva Campesina, y se reconocieron los derechos de comunidades rurales en reservas forestales. Y en 2025 se aprobó la Jurisdicción Agraria y Rural, que establecerá jueces especializados para resolver conflictos de tierra y mejorar el acceso a la justicia.

Iniciativas como AgroTIC han comenzado a cerrar brechas tecnológicas, facilitando el acceso a herramientas digitales que permiten conectar a productores rurales con agrónomos, compradores y mercados regionales. Estas apuestas reflejan el potencial de una ruralidad que, con inversión y acompañamiento, puede liderar procesos de transformación sostenible.

Desde Acción Cultural Popular (ACPO), reiteramos que el trabajo campesino necesita algo más que aplausos: requiere garantías laborales, seguridad jurídica, inversión social sostenida y participación plena en las decisiones que afectan al campo. Fortalecer el trabajo rural pasa por reconocer a mujeres y hombres del campo como sujetos de derechos, una condición esencial para construir un país con equidad territorial.

Este Día de los Trabajadores es también una oportunidad para escuchar al campo, dignificar la labor campesina y avanzar hacia una Colombia más justa desde sus raíces.

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