viernes, julio 4, 2025
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El silbido, un gesto de memoria y resistencia en caminos y veredas 

En un mundo saturado de notificaciones, hay rincones del país donde el llamado no llega por WhatsApp, sino por un silbido agudo que atraviesa la neblina. En muchas veredas de Colombia, especialmente en zonas montañosas, el silbido se ha utilizado como un código de comunicación eficaz para enviar mensajes breves, avisar de peligros o simplemente llamar al vecino sin necesidad de recorrer largas distancias. Aunque pareciera una práctica en extinción, sigue teniendo vigencia y valor en comunidades donde la oralidad y el ingenio campesino son la norma.

El silbido vereda es una forma de lenguaje que se aprende desde la infancia. Cada tono, intensidad y dirección tiene un significado. Algunos sirven para avisar que hay visita, otros para alertar sobre animales sueltos o pedir ayuda. Incluso hay familias que desarrollan silbidos propios, casi como firmas sonoras, inconfundibles para quienes viven cerca.

En lugares donde no hay señal de celular o la topografía impide gritar de un lado a otro, el silbido se convierte en puente y forma parte del tejido cultural del campo. Según organismos como la UNESCO, los lenguajes silbados son expresiones valiosas de la diversidad lingüística. Más allá de su utilidad práctica, representan un patrimonio cultural sonoro que debe documentarse y protegerse.

Don Julián Gutiérrez, campesino de la vereda El Laurel, en Santander, asegura que el silbido le ha salvado más de una vez. “Una vez mi hijo se cortó con el machete y yo estaba al otro lado del potrero. No había manera de llamarme a gritos. Él me silbó como le enseñé, fuerte y con pausa. De inmediato supe que era urgente y salí corriendo. Así nos entendemos desde siempre, cuenta con orgullo.

Esta forma de comunicación también se transmite como herencia familiar. En muchas veredas, los niños aprenden a silbar antes de manejar un celular y, aunque los dispositivos han cambiado las costumbres, el silbido sigue siendo útil y hasta simbólico en reuniones, encuentros o en el llamado a los animales.

El silbido veredal reafirma vínculos comunitarios, territoriales y familiares. Preservar esta práctica es también reconocer que el campo tiene sus propios lenguajes. En tiempos donde la conectividad se mide en megas, recordar que hay otras formas de estar conectados más humanas y sonoras es, también, un gesto de resistencia y memoria. 

Lo que el desplazamiento borró del campo: recetas, semillas, palabras y fiestas

En Colombia, más de ocho millones de personas han sido desplazadas por la violencia, según el Registro Único de Víctimas. Esta cifra retrata una tragedia que va más allá del abandono de hogares y parcelas. Con cada campesino que se ve obligado a dejar su territorio, se apaga una receta que no se vuelve a preparar, una semilla que deja de sembrarse, una palabra que se borra del habla cotidiana, una fiesta patronal que ya no se celebra. El campo se despuebla y con ello se despoja de su identidad.

Este artículo es un homenaje, en el Día del Campesino, a quienes siembran alimento y también han sostenido la cultura, la lengua y los ritos de la vida rural. Hoy, su resistencia es también un acto de memoria.

En muchas zonas rurales del país, el desplazamiento arrasó con la cotidianidad. No hubo tiempo para empacar las ollas de barro, las mazorcas secas para semilla, ni los cuadernos donde se anotaban las fórmulas de curación o los ingredientes de una conserva tradicional. “Nos fuimos con lo puesto”, repiten muchas familias. Y con ese ‘puesto’ se quedó también parte del legado campesino.

En la cocina, se perdieron recetas que no llegaron a la ciudad. ¿Quién vuelve a preparar una mazamorra con guineo maduro en un cuarto de arriendo? ¿Dónde se consigue curí, taparo o guatila sin agroquímicos en el barrio periférico de una urbe? El desplazamiento forzado es una fractura territorial que también deja una herida alimentaria. Muchas de esas preparaciones no tienen registro escrito; eran saberes transmitidos de abuela a nieta, de vecina a vecina, al calor del fogón.

Este es el caso de doña Francisca, quien vivía en una vereda de Mapiripán, Meta. Allí, cada diciembre organizaba con sus vecinas la fiesta de las ánimas, una mezcla de velación, música y comida compartida. “No era una fiesta grande, pero sí muy sentida. Se cocinaban bollos de maíz, carne asada en hoja y se contaban cuentos hasta el amanecer”, recuerda desde el barrio periférico de Villavicencio, donde lleva más de 15 años desplazada. Desde que salió de su tierra, jamás volvió a preparar el bollo como lo hacía su madre. La hoja ya no la consigue, la leña es difícil y el maíz que hay en la ciudad tiene otro sabor. Al igual que ella, miles de familias han dejado atrás prácticas que solo tenían sentido en su lugar de origen.

El lenguaje también sufre. Palabras como aperrarse, ñingareta, guandoca o alzaque van desapareciendo cuando ya no hay quien las use. Los niños desplazados crecen en entornos que privilegian otros códigos, cambian la oralidad campesina por el lenguaje técnico escolar, por el habla urbana, por el silencio. Y con la lengua, se van los rezos, los cuentos, los cantos de vaquería, las fórmulas para espantar el susto o curar el mal de ojo.

Las fiestas patronales, que articulaban lo comunitario, también quedaron atrás. Donde antes había mingas, bailes, carreras de encostalados y rezos compartidos, hoy hay semáforos, trancón y vecinos desconocidos. Las celebraciones que conectaban a las comunidades con sus ciclos agrícolas y con su espiritualidad fueron reemplazadas por días de trabajo informal o por el olvido.

No todo está perdido

En veredas donde los retornos han sido posibles, campesinos y campesinas han emprendido la reconstrucción de su memoria. Siembran semillas criollas, recuperan danzas, retoman oficios. Y en otras regiones, aún desde el exilio urbano, algunos se han aferrado a su identidad y cultivan en materas, enseñan a sus hijos los nombres de las plantas, escriben sus recetas en hojas sueltas. Hay resistencia.

El desplazamiento forzado desdibujó territorios simbólicos que eran tan vitales como la tierra misma. Sin embargo, en cada campesino que vuelve a sembrar, en cada palabra rescatada del olvido, en cada fiesta que se reinventa, hay una señal de esperanza.

En este Día del Campesino, más que felicitarlos, urge escucharlos. Porque quienes cultivan la tierra también cultivan la vida. Y su memoria —aunque herida— sigue brotando como semilla terca entre las grietas del olvido.

La violencia que no se ve: cifras alarmantes sobre las mujeres rurales en Colombia

Ser mujer rural en Colombia implica vivir entre dos realidades: la que sostiene al país con trabajo, cuidados y saberes, y la que permanece marginada del acceso a derechos, justicia y oportunidades. A pesar de su papel protagónico en la seguridad alimentaria y la economía campesina, las cifras más recientes revelan un panorama de violencia estructural, silenciosa y persistente.

Las mujeres rurales enfrentan agresiones físicas, pero también exclusiones profundas que se evidencian en el acceso limitado a la tierra, al crédito, a la educación, a la justicia y a espacios de participación política. Todo esto configura un entramado de violencias estructurales que persisten y se normalizan con el tiempo.

Según el DANE, una de cada tres mujeres rurales ha sido víctima de violencia física por parte de su pareja. Y para muchas, la violencia empieza desde niñas en las zonas rurales, una de cada doce jóvenes abandona sus estudios para asumir tareas de cuidado en el hogar. Además, el 89,5% de quienes dedican más de ocho horas diarias al trabajo no remunerado son mujeres, perpetuando la brecha en autonomía económica.

El desplazamiento forzado agudiza aún más este escenario. Según Alianza por la Solidaridad, el 15,8% de las mujeres desplazadas han sido víctimas de violencia sexual, una cifra que rara vez llega a instancias judiciales debido al miedo, la estigmatización y la impunidad.

En cuanto a los feminicidios, la Fiscalía General de la Nación reportó 1.844 casos entre 2020 y 2023. A esta cifra se suman las múltiples formas de violencia no letal que afectan a miles de mujeres diariamente. En 2023, Colombia, junto con Brasil y México, registró un promedio de 1.569 mujeres víctimas de violencia de género cada día, un aumento del 13% respecto a 2022.

El acceso a recursos también refleja un patrón de exclusión. Las mujeres rurales enfrentan serias barreras para acceder a crédito y asistencia técnica. En todos los tipos de financiamiento analizados, la aprobación de créditos es consistentemente menor para las mujeres que para los hombres.

Y aunque el 35,8% de los hogares rurales son liderados por mujeres, solo el 1% de los predios rurales mayores a 200 hectáreas están titulados a su nombre. Esta falta de acceso a la tierra y a recursos productivos limita sus posibilidades de desarrollo autónomo y sostenible.

La violencia contra las mujeres rurales no se limita a golpes o insultos: está en la negación sistemática de sus derechos, en la invisibilización de sus aportes y en la indiferencia frente a sus denuncias. Las cifras más recientes son claras: esta no es una violencia del pasado ni de unos pocos casos aislados, es una violencia estructural que sigue viva en los campos del país.

Frente a este panorama, urge pasar del reconocimiento simbólico a la acción concreta. Programas como SALVIA del Ministerio de Igualdad, o los compromisos internacionales de la FAO y ONU Mujeres, son pasos importantes. Pero mientras las mujeres rurales sigan sembrando sin tierra, cuidando sin descanso y resistiendo sin protección, el país seguirá en deuda.

En su día internacional: ¡Sea buena papa!

Según la misma entidad (organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura) la papa —conocida en otras latitudes como patata —contribuye a alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible, ODS, como lograr el hambre cero, promover la agricultura sostenible y fomentar las oportunidades económicas.

No en vano han pasado unos 8 mil años desde su descubrimiento en el Lago Titicaca, ese majestuoso espejo de agua que se extiende en las zonas fronterizas de Perú y Bolivia, pues ya el mundo registra más de 5.000 variedades, y se cultiva en 159 países.

Cada nación la ha adoptado como propia. De ahí que podamos decir con los mencionados cantores, que es peruana, ecuatoriana, boliviana, venezolana y, claro, ¡colombiana! 

Sí, en Colombia, según reporta la Federación Colombiana de Productores de Papa, Fedepapa, hay 250 tipos: además de las mencionadas arriba, están la superior; la diacol capiro, o R12; la única; la nevada; la parda pastusa… 

De hecho, se estima que el consumo nacional anual está alrededor de los 57 kilos por persona.

Y en materia de beneficios, las cifras también son contundentes: Fedepapa estima que hay 100.000 productores, y que el negocio genera 350.000 empleos directos e indirectos.

Ahora bien, la misma fuente indica que los principales departamentos productores son Cundinamarca (36%); Boyacá (27%); Nariño (22%) y Antioquia (5%). 

Como vemos, hay para todos los gustos, en todas las regiones, de todos los colores (amarilla, carmelita, colorada, negra…), y de los más variados tamaños: diversa y variopinta, como Colombia.

Sobran las razones: ¡Vale la pena ser buena papa!

La educación digital que siembra futuro en el campo colombiano

Llevar educación al campo nunca ha sido fácil. Pero hay quienes no se rinden ante la escasez de conectividad, el miedo a lo digital o la amenaza de grupos armados. Así lo demuestra el testimonio de Elita Flores, coordinadora de educación de ACPO, quien ha acompañado durante años el proceso de consolidación de las Escuelas Digitales Campesinas (EDC), una iniciativa nacida desde las entrañas de la ruralidad, que combina lo ancestral con lo digital, la palabra hablada con la conectividad intermitente, y sobre todo, el compromiso con la comunidad.

“Como ustedes saben, llevar educación al campo no ha sido ni es fácil”, afirma Elita Flores. “La conectividad es limitada, los dispositivos escasean y muchas personas nunca habían usado una herramienta digital”. Sin embargo, en lugar de detenerse, las EDC encontraron caminos alternativos como cartillas digitales, radio educativa, clases por WhatsApp y facilitadores que cruzan trochas para acompañar procesos.

“Nos hemos encontrado con barreras sociales profundas. Hay miedo, desconfianza hacia lo digital, y una historia de exclusión que no se borra de un día para otro”, señala Elita. Pero ahí, donde parecía no haber salida, apareció el poder de la comunidad. “ACPO ha construido confianza, y ha apostado por el poder transformador de la educación como una luz que no se apaga, ni siquiera en los contextos más difíciles”

La experiencia ha demostrado que no basta con entregar dispositivos o habilitar internet. “Descubrimos que la tecnología por sí sola no cambia vidas. Lo que transforma es la mirada humana, el enfoque pedagógico sensible, la capacidad de escuchar y de adaptarse”, cuenta.

En este modelo educativo, los facilitadores trascienden el rol tradicional. “Ellos son el alma del proceso educativo, quienes caminan con la comunidad, quienes conocen las historias, las dificultades y también los sueños”, dice Elita. Gracias a ellos, lo que parece lejano se traduce al lenguaje del territorio.

Transformaciones tangibles 

“Personas que antes no se sentían parte de las decisiones, hoy lideran procesos. Mujeres que no habían tenido voz ahora inspiran a otras con su ejemplo”, relata. Una llamada reciente la marcó: “Era la señora Hermencia de un municipio del Tolima. Me dijo: profe, gracias a la formación que recibí con ustedes, ahora estoy reciclando… Aprendí por qué es importante y cómo hacerlo bien”.

Y todo esto tiene raíces profundas recuerda Elita, “Esta historia comienza hace más de siete décadas en el corazón del campo colombiano, cuando el padre Salcedo soñó con educar desde la radio”, Ese legado sigue vivo en las EDC, nacidas en 2012, pero ancladas en la misma esencia de educar desde la realidad del campesino.

La educación digital rural no es un lujo, ni una promesa pendiente. Es una necesidad urgente y una estrategia de país. “A las entidades públicas y privadas les diría que invertir en educación digital rural no es un favor, es una decisión estratégica”, subraya.

Las Escuelas Digitales Campesinas prueban que sí se puede, que con voluntad, alianzas y respeto por los saberes del territorio es posible sembrar conocimiento donde antes solo hubo silencio. “Queremos que cada joven, cada mujer, cada abuelo en la vereda sepa que la educación es un derecho, no un privilegio”, concluye Elita, con la certeza de que, mientras haya comunidad, la educación florecerá.

Colombia retrocede en conservación: pérdida de bosques primarios aumentó 48,5 % en un año

El informe, publicado por el World Resources Institute (WRI), señala que en 2024 se deforestaron cerca de 98.000 hectáreas de bosques primarios en el país, frente a las poco más de 66.000 hectáreas del año anterior. Aunque el fenómeno global de pérdida de cobertura boscosa estuvo impulsado principalmente por incendios forestales que se quintuplicaron respecto al año anterior, en Colombia el panorama fue diferente.

«Los incendios no fueron un factor importante en la pérdida de hectáreas de bosque,» destaca el informe. En cambio, la minería ilegal, la expansión de cultivos ilícitos como la coca y la ganadería extensiva, así como el avance de monocultivos como la palma de aceite, fueron los principales motores de la deforestación.

El retroceso coincide con el aumento de la violencia y la suspensión de diálogos de paz, factores que, según el informe, han provocado “una mayor inestabilidad en áreas remotas” y la reactivación de economías ilegales con alto impacto ambiental. Las comunidades indígenas han sido particularmente afectadas, no solo por la pérdida de territorio ancestral, sino por el colapso de los ecosistemas que sustentan su forma de vida.

Los bosques tropicales primarios cumplen un papel clave en la captura de carbono, la regulación del clima y el ciclo del agua. La desaparición acelerada de estos ecosistemas —a un ritmo de 18 canchas de fútbol por minuto a nivel mundial— generó en 2024 un total de 3,1 gigatoneladas de emisiones de gases de efecto invernadero, más que todas las emisiones anuales de India por consumo de combustibles fósiles.

En Colombia, este fenómeno amenaza particularmente a la región amazónica, que concentró el 60 % de la deforestación registrada desde 2001. Esta situación, advierte el PNUD, afecta directamente el ciclo hidrológico del país: “El agua que llega a nuestras casas nace de un complejo sistema de ecosistemas, los llamados ríos voladores,” explicó Ferrer.

El estudio del WRI recuerda que tras el cambio de gobierno en 2022 se dio un giro en la política ambiental que permitió una reducción significativa de la deforestación en 2023. Sin embargo, el repunte del último año refleja que las políticas públicas aún no logran frenar la presión de los intereses económicos y armados sobre los territorios.

«El desarrollo y el crecimiento económico es un tema profundamente político», concluyó Ferrer, lo que confirma que en Colombia, hoy más que nunca, la defensa de los bosques es un punto ineludible de cualquier agenda de futuro.

Inseguridad alimentaria en Colombia golpea con más fuerza a los habitantes rurales

Según la investigación, en las cabeceras municipales, la prevalencia fue de 23%, mientras que en centros poblados y zonas rurales dispersas alcanzó el 34,2%. Este incremento rural refleja las condiciones estructurales que dificultan el acceso constante a alimentos, como la dispersión geográfica, la limitada infraestructura y la menor oferta institucional.

Más de 14 millones de personas en Colombia vivieron inseguridad alimentaria en 2024. Aunque se observan mejoras en las ciudades, los hogares rurales y vulnerables enfrentan mayores desafíos para acceder a una alimentación suficiente y adecuada.

En 2024, el 27,6% de la población colombiana experimentó inseguridad alimentaria moderada o grave, lo que representa aproximadamente 14,4 millones de personas, según los resultados de la Escala de Experiencia de Inseguridad Alimentaria (FIES). Esta medición, incluida en la Encuesta Nacional de Calidad de Vida (ECV), entrega una radiografía detallada de las condiciones de acceso a los alimentos en el país, a partir del indicador ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) 2.1.2 sobre “Hambre Cero”.

Los datos indican una leve disminución en la inseguridad alimentaria moderada o grave frente al año anterior (de 26,1% a 25,5%), lo que representa una mejora en términos generales. No obstante, al observar las cifras por área geográfica y características del hogar, se evidencian diferencias marcadas.

Por departamentos, La Guajira (52,4%), Sucre (49,5%) y Córdoba (47,6%) reportaron las cifras más altas de inseguridad alimentaria moderada o grave, mientras que Caldas (12,8%), Bogotá D.C. (13,9%) y Santander (16,2%) mostraron los porcentajes más bajos.

El análisis también destaca condiciones sociales que intensifican la inseguridad alimentaria. Los hogares con jefatura femenina presentan un 28,2% de prevalencia, y aquellos encabezados por personas sin educación alcanzan un 47,4%. A su vez, el 46,1% de las personas que se identifican como pobres reportaron inseguridad alimentaria, frente al 11,6% de quienes no se perciben en esta situación. Entre los afiliados al régimen subsidiado, el indicador fue de 37,2%, mientras que en el régimen contributivo se ubicó en 12,8%.

Además, la inseguridad alimentaria grave pasó de 4,8% en 2023 a 5% en 2024, lo que equivale a cerca de 2,7 millones de personas. Este aumento fue estadísticamente significativo en 10 departamentos, entre ellos San Andrés, Córdoba y Nariño.

Los resultados de la Escala FIES ofrecen insumos clave para orientar políticas públicas centradas en el territorio y en los grupos más expuestos. Si bien hay señales de mejora en las ciudades, el campo sigue siendo el epicentro de los mayores retos. Reforzar los programas de abastecimiento, educación nutricional y fortalecimiento de la economía campesina es esencial para avanzar hacia una Colombia sin hambre. La información estadística, además de medir avances, permite construir caminos hacia un país con mayor equidad alimentaria.

El campo exige inversión, paz y presencia estatal en la Plaza de Bolívar

Las delegaciones que integran esta movilización provienen de los cuatro municipios del Guaviare, además de comunidades del Meta, Vichada, Guainía, Huila, Tolima, Arauca y Nariño. Son territorios atravesados por dinámicas de violencia y disputa territorial. “Después de un tiempo de diálogos y rompimientos, se han generado muchas divisiones, y en esas divisiones ha vuelto el conflicto por el dominio de los territorios. Los campesinos hemos quedado en medio de esa lucha”, señala Henry.

Frente a esta situación, el llamado es a que el Estado asuma su responsabilidad más allá del discurso. “Pedimos atención real en las regiones, inversión social y compromiso con el campo”. Las comunidades denuncian que históricamente se les ha responsabilizado de problemáticas como la deforestación, sin considerar las condiciones estructurales que enfrentan. “¿Qué vamos a desforestar si no tenemos con qué trabajar?”, cuestiona Henry.

Las respuestas institucionales, hasta ahora, han sido percibidas como insuficientes. “Lo que nos han dicho han sido pañitos de agua tibia para todo este conflicto”. A pesar de algunos acercamientos con el Ministerio del Interior, las comunidades no sienten que haya voluntad de atender a fondo las causas estructurales de su situación.

Las dificultades para producir y comercializar, la precariedad de las vías y los altos costos de transporte son otros puntos críticos. “Podemos cultivar, pero al momento de vender enfrentamos precios muy bajos y muchos obstáculos logísticos”. Por eso, su regreso a los territorios está condicionado a una respuesta concreta que implique inversión, escucha activa y participación directa del campesinado en la construcción de soluciones.

El mensaje de quienes hoy se mantienen pacíficamente en la Plaza de Bolívar va más allá de una demanda sectorial. La lucha del campesinado es por quienes cultivan plátano, yuca o papa en la vereda, y también por quienes habitan las ciudades y dependen del campo para vivir. “Si nosotros los campesinos nos paramos y acabamos con toda la producción del campo, ¿de qué vivimos en las ciudades entonces?”

Cooperativismo rural:“Si queremos salir de la crisis, construir confianza es la clave”: Óscar Forero

Recuerda que este municipio del centro tolimense llegó a contar con 15 cooperativas, y hoy solo tiene diez. Según el “Directorio de Asociaciones y Agremiaciones” de la Alcaldía Municipal, reportan actividades la Cooperativa Multiactiva y Ecoregional Trabajar Juntos, Coometrajun; la Cooperativa de Productores Agropecuarios, Coopral; y la Precooperativa Agroindustrial Coagro Fénix. La mayoría de las demás son asociaciones o fundaciones. 

En Colombia el panorama es similar: según la Superintendencia de Economía Solidaria, hay 186 cooperativas agropecuarias, con 106 mil asociados (Si se tiene en cuenta que en el campo habitan 11 millones de personas, los asociados no representan ni el 1%). 

Retroceso 

“Desafortunadamente el manoseo de la politiquería prácticamente acabó este modelo empresarial”, responde Forero sin pensarlo dos veces, en el pódcast Mundo Rural.

Por su parte, Carlos Acero Sánchez, presidente de la Conferederación de Cooperativas de Colombia dice en la Revista Nacional de Agricultura de la SAC (Sociedad de Agricultores de Colombia), que entre las causas del bajo cooperativismo rural el conflicto armado, que obstaculiza la organización de las comunidades, así como la excesiva carga administrativa y de reportes al Estado, “que le quitan atractivo al modelo”.

Ello, sumado a muchas otras dificultades de fondo, ha llevado a que cada vez menos productores del campo crean que vale la pena asociarse. 

Pero es el camino indicado, si se observan exitosos resultados, tanto en Colombia, como en el exterior.

Salidas

El Superintendente Financiero, César Ferrari, destacó al intervenir en un foro organizado por La República, que Trentino (Italia) pasó de ser una de las regiones menos avanzadas a la segunda más próspera, gracias a que la mitad de los campesinos de Trento (su capital) –250.000 de 500.000– son cooperativistas.

“A lo largo del tiempo la experiencia cooperativa trentina se ha expandido desde las áreas tradicionales de crédito, la agricultura y el consumo, para incluir más recientemente los sectores de servicios, gestión ambiental, producción de energía, la cultura y la educación”, subraya el investigador italiano Gianluca Salvatori. 

Según Ferrari, experiencias como estas demuestran que la asociatividad es una gran respuesta para combatir problemas estructurales como la baja tasa de ahorro en el país que, según estudios del Banco Mundial, es una de las más bajas del mundo, con un índice del 11% del Producto Interno Bruto (PIB), mientras en Asia Oriental y el Pacífico fue del 41% en 2023. 

En Colombia, el clásico ejemplo de la Cooperativa Lechera de Antioquia (Colanta), con 61 años de funcionamiento, demuestra que sí es posible convertir a pequeños propietarios asociados en empresarios, y sacar adelante programas que los benefician en ahorro y crédito, educación, capacitación, recreación, comercialización, etc. 

Sánchez complementa que hay salidas a cargo del Estado, en calidad de líder, como una verdadera política de desarrollo rural integral que facilite a través del cooperativismo el acceso al crédito y al mercado; propicie una mayor participación de las campesinas y campesinos en las compras públicas y les permita a las cooperativas administrar los centros de acopio locales.

Para Forero, el cooperativismo ofrece alternativas efectivas para que los jóvenes se queden, y los que se han ido regresen al campo: “Es muy importante que se organicen a través de modelos cooperativos, para gestionar proyectos productivos relacionados con la agroindustria, para promover y sacarle partido a la riqueza que tenemos en el territorio”.

“A nosotros nos corresponde organizarnos para combatir realidades como estas: en el caso del arroz, se nos demoran 120 días para pagarnos cada carga que vendemos. ¿Por qué no asociarnos si las necesidades del sector campesino son las mismas?, cuestiona Forero.  

Y puntualiza: “Tenemos que aprender a ayudarnos unos a otros; construir confianza es la clave”. 

Ahorro bruto (% del PIB)

Datos sobre las cuentas nacionales del Banco Mundial y archivos de datos sobre cuentas nacionales de la OCDE.

Nombre del país AñoValor
Colombia202311
Argentina202316
México202320
Brasil202316
Perú202319
Asia Oriental y el Pacífico202341
Estados Unidos202317
Singapur202341

Fuente: Grupo Banco Mundial

Más que un día: Presencia, brechas y resistencias de la afrocolombianidad 

En Colombia, más de 4,6 millones de personas se reconocen como afrodescendientes. Sin embargo, esta población continúa enfrentando brechas históricas en educación, empleo, salud y representación política. Más allá de la conmemoración, la afrocolombianidad reclama políticas reales, territorios dignos y presencia activa en las decisiones del país.

La población afrocolombiana representa cerca del 9,3 % del total nacional, según proyecciones recientes. Son alrededor de 4,67 millones de personas, muchas de ellas ubicadas en regiones con fuerte ruralidad, como el Pacífico colombiano, el Caribe interior, y diversas zonas dispersas del Valle del Cauca, Cauca y Nariño. A pesar de esta presencia significativa, las estadísticas oficiales suelen invisibilizar su situación o agruparla de forma genérica, lo que limita el diseño de políticas públicas con enfoque étnico y territorial.

En el campo de la educación, las cifras muestran una brecha alarmante. Solo el 14,8 % de la población afro accede a la educación superior, frente al 18,8 % del promedio nacional, y apenas el 10,5 % logra culminar una carrera universitaria. Estas diferencias se acentúan en las zonas rurales, donde la tasa de analfabetismo entre comunidades afro puede llegar a triplicar el promedio del país. Aunque existen programas como el Fondo Especial del ICETEX para comunidades negras, la cobertura aún es insuficiente frente a la magnitud del rezago educativo.

En términos de empleo, la situación tampoco mejora. La tasa de desempleo entre personas afro supera el 16 %, y muchas de ellas se insertan en sectores informales, con baja protección laboral, salarios mínimos o inferiores, y escasa movilidad económica. Actividades como el trabajo doméstico o la agricultura informal siguen siendo algunas de las pocas opciones estables, especialmente para las mujeres afro rurales, que enfrentan una triple carga de desigualdad por su género, condición étnica y ubicación territorial.

La salud es otro frente crítico. El acceso a servicios médicos en zonas con alta presencia afrocolombiana continúa siendo limitado. Indicadores como la mortalidad materna e infantil son más altos en estos territorios, y la cobertura del sistema de salud no siempre garantiza atención oportuna y culturalmente pertinente. Aunque existen lineamientos para una atención diferencial, en la práctica el sistema de salud no responde a las realidades de estas comunidades, especialmente cuando están ubicadas lejos de los cascos urbanos.

En cuanto a participación política, la subrepresentación sigue siendo una constante. Si bien existen curules especiales y espacios como la Comisión Legal Afro del Congreso, la presencia efectiva de liderazgos afro en escenarios de decisión sigue siendo mínima. En los municipios rurales, su participación en juntas de acción comunal, concejos y alcaldías es escasa, lo que evidencia una exclusión que no se supera con cuotas, sino con procesos de formación, garantías de participación y reconocimiento del liderazgo comunitario afro.

La afrocolombianidad es una fuerza viva que ha resistido por generaciones en los márgenes del Estado. Desde las trenzas de las parteras del Pacífico hasta los cantos de alabaos que recorren los ríos, el pueblo afro ha sostenido su cultura, sus luchas y sus territorios. Reconocer esta realidad no puede limitarse a una conmemoración, implica actuar con justicia histórica, cerrar brechas estructurales y permitir que las voces afro rurales sean protagonistas de las decisiones que afectan su vida y su futuro. Porque en cada historia afro hay una historia de Colombia que aún no ha sido contada del todo.

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