sábado, junio 28, 2025
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El Raudal de Mapiripana, Guainía, y las herramientas que fortalecen el trabajo campesino

El Raudal de Mapiripana no aparece con frecuencia en los titulares, pero guarda una historia marcada por la persistencia campesina. Desde esta zona rural del oriente colombiano, productoras y productores han sostenido la vida y la economía local pese a las distancias, las dificultades para acceder a insumos y la limitada presencia institucional. En ese contexto, la entrega reciente de herramientas generó gratitud, emoción y, sobre todo, sentido de posibilidad.

“Una guadaña de estas cuesta más de dos millones, y aquí en el mercado está por lo menos en un millón. ¿De dónde la sacamos nosotros?”, dice Pedro, uno de los beneficiarios, mientras señala los equipos entregados. Esta vez llegaron herramientas pensadas para el trabajo real, escogidas con criterio y valoradas por quienes cada día se enfrentan a la tierra con las manos.

El Raudal de Mapiripana es una zona donde el acceso implica largas travesías por selva y río. Cada jornada de trabajo comienza con esfuerzo físico y se sostiene con la firme intención de cuidar la finca, alimentar a la familia y fortalecer la comunidad. Por eso, cuando los insumos entregados responden a esa realidad, las palabras también toman otro peso. “Hoy esto sí vale la pena”, expresó Jorge, uno de los habitantes que participó en la jornada. “Me motivé a venir porque sabía que no iba a perder el tiempo”, dijo, visiblemente conmovido. Para él y muchos más, lo recibido fue un respaldo al trabajo que durante años han sostenido.

Además de guadañas, la entrega incluyó un vehículo agrícola modelo 2025 diseñado para apoyar las labores rurales. Lejos de ser un lujo, es una herramienta que facilita el transporte de productos, el acceso a zonas de cultivo y el fortalecimiento de las economías locales.

Así, en Barrancominas, una región que ha hecho frente a la lejanía con organización comunitaria y trabajo colectivo, cada herramienta representa un paso adelante. La producción es importante así como el respeto, la dignidad y el reconocimiento. Por eso, cuando lo que se entrega responde a lo que el territorio necesita, la comunidad lo recibe con gratitud y compromiso. Mapiripana agradece, trabaja y cultiva futuro con herramientas que fortalecen su camino.

Dichos y refranes campesinos: sabiduría pura para cuidar el suelo

Los refranes son más que frases pintorescas; funcionan como señales de alerta, advertencias y cápsulas de conocimiento empírico transmitido por generaciones de trabajo con la tierra. En los campos de Colombia, resuenan en las voces de abuelos, labriegos y madres que comprenden el lenguaje del suelo con una sabiduría afinada por la experiencia.

“La tierra no es bodega de agua”, repiten en los Llanos Orientales para advertir que los suelos anegados no soportan cualquier cultivo. En el Caribe, es común oír que Tierra que no descansa, se venga”, porque incluso la tierra exige pausas, rotación y respeto.

Estos refranes son principios agroecológicos convertidos en dichos. Enseñan a reconocer los ciclos naturales, a prever riesgos y a entender que el suelo es un ser vivo que merece cuidado.  “Arar en mayo es trabajo en vano”, recuerdan en la sabana, donde sembrar sin conocer el clima puede arruinar una cosecha entera.

Otros refranes tienen un tono de advertencia directa:

·  Tierra floja, trabajo doble”, que recuerda que sin buena preparación del suelo, todo esfuerzo será en vano.

·  El que no cura la tierra, mal come y peor duerme”, sentencia que relaciona el abandono del suelo con la inseguridad alimentaria.

·  Donde hubo caña, el maíz se queja”, que alerta sobre los efectos del monocultivo.

Estos dichos son sabiduría pura que nace de las vivencias, de la observación constante, del ensayo y error colectivo, y de una relación íntima con la naturaleza. Muchos agricultores sostienen que, a falta de manuales, buenos son los refranes. 

Sí, porque eran (y siguen siendo) la manera más efectiva de enseñar sin leer pues, al fin y al cabo, el sabio rural aprende mientras trabaja y escucha la tierra, y las voces de sus mayores.

En tiempos donde se promueven tecnologías para la agricultura, recuperar el valor de los saberes campesinos es urgente, pues los refranes sobre la tierra expresan conocimiento vivo, probado y valioso. 

Y si la tierra habla, vale la pena seguir escuchando a nuestras campesinas y campesinos, quienes mejor la han entendido. Mejor dicho,  “cuida la tierra, que ella no se muda”.

¿Puede la inteligencia artificial cerrar la brecha rural en Colombia?

El campo colombiano vive una paradoja. Mientras se posiciona como motor de la economía con un crecimiento anual cercano al 10%, sigue rezagado en conectividad, acceso tecnológico y apropiación digital. En este contexto, la Segunda Cumbre de Inteligencia Artificial para el Agro, organizada por la UPRA, puso sobre la mesa una pregunta urgente: ¿estamos preparados para poner las tecnologías emergentes al servicio del desarrollo rural?

El evento reunió a representantes del Banco Interamericano de Desarrollo (BID); la Cámara de Comercio de Bogotá; el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA) y la FAO, quienes abordaron el papel transformador de la inteligencia artificial (IA) en el agro colombiano, pero también sus riesgos y limitaciones.

Rafael Parra, especialista del BID, fue claro: “La inteligencia artificial no es un fin, es una herramienta. Puede mejorar ingresos, calidad de vida y sostenibilidad ambiental, pero solo si se democratiza su acceso”. En un país donde la agricultura familiar produce el 80% de los alimentos, que la IA llegue a los pequeños productores es más una necesidad que un lujo. El BID trabaja, por ejemplo, en un sistema de trazabilidad del cacao en la Amazonía, que busca abrir mercados internacionales a los productores locales.

Ángela Garzón, de la Cámara de Comercio de Bogotá, subrayó la gravedad de la brecha digital. “Solo el 10% del sector rural está tecnificado. Si la tecnología no llega al campesino, lo que vamos a crear es una desigualdad más grande”. Por eso, desde la Cámara impulsan procesos de alfabetización digital y asociatividad campesina, y promueven el uso de IA con enfoque en datos e inclusión.

Para Mario Moreno, del IICA, el problema va más allá del acceso tecnológico. “No se puede hablar de agricultura 4.0 en territorios 0.4. Esto no funciona sin bienes públicos como conectividad, riego y mercados. Y, sobre todo, sin un cambio cultural profundo”. Desde el instituto, se impulsa un programa hemisférico para digitalizar los sistemas agroalimentarios y traducir la política pública en acciones concretas en los territorios.

Diego Mora, de la FAO, advirtió sobre el rezago institucional frente al avance tecnológico. “La tecnología va a velocidad luz y el sector público camina. No es un problema solo de Colombia. En el sistema de Naciones Unidas también vamos lento”. Desde su perspectiva, el reto no es solo técnico, sino también educativo y de gobernanza. “Necesitamos jóvenes que quieran quedarse en el campo y vean en la tecnología una herramienta útil. Y necesitamos gobiernos locales que entiendan cómo implementarla”.

La inteligencia artificial tiene el potencial de transformar el agro, siempre que esté acompañada de conectividad, educación, inversión, voluntad política y articulación institucional. Tal como lo expresó el moderador del evento, el verdadero avance tecnológico requiere un enfoque inclusivo: “Innovar implica incluir. La revolución digital debe tener raíces en el campo colombiano, sembrando tecnología allí donde nace la vida del país: en manos de quienes lo cultivan”.

Prevenir el fuego, cuidar la vida: comunidades y Estado frente a los incendios forestales

La devastación de miles de hectáreas por incendios forestales no solo deja cicatrices visibles en el paisaje colombiano; también pone en riesgo la biodiversidad, la seguridad de las comunidades rurales y los compromisos climáticos del país. En un panel convocado por la Cooperación Alemana – GIZ, representantes del Ministerio de Medio Ambiente expusieron los avances, desafíos y líneas de acción para fortalecer la prevención de incendios forestales en Colombia.

“El fuego permitió al ser humano evolucionar, pero el uso inadecuado de él puede deteriorar el medio ambiente y la biodiversidad”, señaló la directora de cambio climático. La clave está en la corresponsabilidad. “No es solo un tema institucional; las comunidades, el sector privado y los gremios agropecuarios deben participar activamente. Nadie mejor que quienes habitan el territorio para reportar oportunamente, verificar alertas y ayudar en la contención inicial”.

Desde 2011, se ha venido trabajando una estrategia nacional de prevención que incluye planes de manejo en plantaciones forestales, formación de comunidades en el uso de GPS y monitoreo participativo, así como articulación con autoridades como la Fiscalía y la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo. Una de las medidas más contundentes ha sido tipificar los incendios forestales como ecocidios, lo cual ha permitido avanzar en sanciones penales contra los responsables.

Durante el encuentro también se enfatizó en la necesidad de fortalecer la coordinación entre instituciones. “Muchas veces las comunidades no saben a quién acudir; fortalecer la interinstitucionalidad es clave, así como integrar herramientas tecnológicas como drones, alertas tempranas o monitoreo satelital”. Además, se llamó la atención sobre la atención a la fauna silvestre afectada, y se propuso capacitar a las comunidades en primeros auxilios para especies víctimas del fuego.

Otro de los aportes destacados fue el rol insustituible de las comunidades locales. “Son quienes conocen el territorio, saben si se usa fuego para cultivos o cuáles son las zonas de mayor riesgo; también son fuente primaria de información cuando se requiere identificar causas y recurrencias”. La prevención también debe contemplar procesos de restauración ecológica con liderazgo comunitario, ya que sin apropiación local no hay sostenibilidad posible.


El mensaje de cierre fue contundente: el cambio climático ya es una realidad, y prevenir incendios forestales es una forma concreta de proteger el futuro. Desde el Ministerio se insistió en que esta prevención debe comenzar desde la infancia. “Cuando se forma desde niños, se crean culturas del cuidado que trascienden generaciones”. El reto es grande, pero el camino está trazado: gobernanza ambiental con enfoque territorial, justicia ambiental y ciencia al servicio del cuidado colectivo del bosque.

Día del medio ambiente: biodiversidad, cambio climático y el reto de conservar

Colombia alberga la mayor diversidad de aves del planeta. Esta realidad representa una riqueza ecológica que impacta directamente la vida, la economía y el equilibrio ambiental del país. Según Ellie Anne López Barrera, doctora en Ecología y Conservación, “las aves cumplen funciones esenciales en los ecosistemas: dispersan semillas, controlan plagas, facilitan la polinización y permiten conocer el estado de salud de los territorios”.

Cada especie que habita los cielos colombianos aporta al equilibrio del ecosistema. “La variedad de aves contribuye a mantener dinámicas ecológicas estables y fortalece la capacidad de los ecosistemas para adaptarse a los efectos del cambio climático”, explica López. Este principio también se refleja en las posibilidades productivas, el turismo responsable y la generación de iniciativas sostenibles basadas en la naturaleza.

Aves que polinizan, flores que alimentan

Las aves han coevolucionado con ciertas plantas, lo que ha dado lugar a relaciones únicas de polinización que permiten la fertilización cruzada. Esta interacción genera diversidad genética, amplia variedad de semillas y una mayor capacidad de adaptación en ambientes cambiantes. “Los colibríes y otras aves polinizadoras permiten que las flores se reproduzcan y que los ecosistemas mantengan su vitalidad”, señala López.

Gracias a estas funciones, la agricultura también se ve fortalecida. La existencia de cafés con distintos aromas y sabores responde en gran parte a esa riqueza biológica que favorece los cultivos. Esta sinergia entre biodiversidad, producción y cultura crea escenarios favorables para el desarrollo rural y la bioeconomía comunitaria.

Respuesta desde el territorio

En Colombia los fenómenos de El Niño y La Niña alteran las dinámicas de lluvia y temperatura. Estos eventos, sumados al aumento de la temperatura global, influyen en la estabilidad de los ecosistemas. “La variabilidad climática se intensifica cuando los hábitats enfrentan presiones como la deforestación o la expansión urbana”, advierte López.

Cada acción local impacta el entorno. Desde la gestión de los recursos hasta las decisiones normativas; todo influye en los procesos de restauración y conservación. “Somos un sistema socio-ecológico. Lo que ocurre en la naturaleza está conectado con nuestras prácticas cotidianas, políticas públicas y modelos de desarrollo”, puntualiza la investigadora.

Biodiversidad que impulsa el desarrollo

El país avanza cuando protege sus paisajes. Las aves, los bosques y las fuentes de agua son aliados del turismo ecológico, de los emprendimientos rurales y de las estrategias productivas que integran conservación con desarrollo. Invertir en ecosistemas sanos es fortalecer la economía local, promover la resiliencia climática y asegurar condiciones de vida dignas para las generaciones presentes y futuras.

En este Día del Medio Ambiente, el llamado es a comprender que el bienestar colectivo se construye en armonía con la biodiversidad. Cada decisión que favorece la vida silvestre también fortalece la vida humana. Colombia vuela alto con sus aves, crece con sus bosques y se transforma con el compromiso de sus territorios.

Elatanquero: la voz Kankuama que teje historias de esperanza desde el corazón de la Sierra Nevada

“Para mí, ser Kankuamo es sentarme a escuchar a mi abuela en la cocina”, dice  Arias, más conocido como @elatanquero en Instagram, donde más de 3 mil personas siguen sus relatos. Lo suyo es la comunicación ancestral en formato contemporáneo. Enosh forma parte de una generación de jóvenes que, lejos de desconectarse de sus raíces, están reconstruyendo desde la oralidad, la música, los saberes médicos y la defensa del territorio, una narrativa que pone en valor la identidad indígena frente a un mundo que muchas veces insiste en borrarla.

Desde su vereda en Atánquez, Enosh habla con elcampesino.co, con la naturalidad de quien ha crecido entre montañas, cancurúas y caminos de tierra, pero también con la lucidez de quien ha vivido el conflicto armado, la pérdida de costumbres y el reto de recuperar lo que otros intentaron silenciar. “Nuestra organización lleva más de 30 años luchando por el saneamiento territorial”, explica, en referencia al proceso de restitución de tierras para los cuatro pueblos de la Sierra. “Defender el territorio es una responsabilidad, una enseñanza que viene desde los mayores, desde la cocina, desde la palabra”.

El pueblo Kankuamo, uno de los guardianes de la Sierra Nevada junto a los Wiwa, los Arhuaco y los Kogui, ha sido históricamente golpeado por la violencia. Más de 400 de sus integrantes fueron asesinados durante el conflicto. Esa herida colectiva impulsó un proceso de fortalecimiento cultural a través de la educación propia, encuentros culturales y un tejido organizativo comunitario que incluye comisiones de comunicación, mujeres, jóvenes, educación, buen vivir y territorio.

“El tema comunicativo ha sido clave”, cuenta Enosh. “Nosotros como jóvenes usamos las redes sociales, los documentales, la emisora, todo lo que nos permita visibilizar la lucha y la vida del pueblo”. En este camino, se asume como un “tejedor de historias”, alguien que conecta el legado de sus abuelos con la curiosidad de las nuevas generaciones. Y aunque reconoce que las tecnologías traen riesgos, también destaca que han sido aliadas para compartir saberes, mostrar el Corpus Christi, una fiesta ancestral con reconocimiento nacional, y promover prácticas como la medicina tradicional, la danza y los cantos con gaita y chicote.

Pero no todo es celebración. “La Sierra está en la mira de muchos intereses”, advierte. “Por eso el mensaje de los mayores es claro: defender el agua, defender la madre tierra. No más minería, no más represas. Este territorio es sagrado y nos da la vida a todos”. Esa defensa, dice, no es solo tarea de los pueblos indígenas. “El llamado es para todos. Todos pueden aportar”.

Enosh se presenta como guardián. “Aquí estoy en paz. Aquí cumplo una función importante”. Su historia, su voz, es parte de una corriente más amplia que busca recuperar lo perdido y fortalecer lo que aún vive. En tiempos donde la cultura tiende a homogeneizarse, los relatos de jóvenes como él, desde el corazón del mundo, son un acto de resistencia y de esperanza. Porque en la Sierra, la palabra sigue teniendo fuerza y mientras haya quienes la escuchen y la transmitan, como @elatanquero, el pueblo Kankuamo pervivirá.

El silbido, un gesto de memoria y resistencia en caminos y veredas 

En un mundo saturado de notificaciones, hay rincones del país donde el llamado no llega por WhatsApp, sino por un silbido agudo que atraviesa la neblina. En muchas veredas de Colombia, especialmente en zonas montañosas, el silbido se ha utilizado como un código de comunicación eficaz para enviar mensajes breves, avisar de peligros o simplemente llamar al vecino sin necesidad de recorrer largas distancias. Aunque pareciera una práctica en extinción, sigue teniendo vigencia y valor en comunidades donde la oralidad y el ingenio campesino son la norma.

El silbido vereda es una forma de lenguaje que se aprende desde la infancia. Cada tono, intensidad y dirección tiene un significado. Algunos sirven para avisar que hay visita, otros para alertar sobre animales sueltos o pedir ayuda. Incluso hay familias que desarrollan silbidos propios, casi como firmas sonoras, inconfundibles para quienes viven cerca.

En lugares donde no hay señal de celular o la topografía impide gritar de un lado a otro, el silbido se convierte en puente y forma parte del tejido cultural del campo. Según organismos como la UNESCO, los lenguajes silbados son expresiones valiosas de la diversidad lingüística. Más allá de su utilidad práctica, representan un patrimonio cultural sonoro que debe documentarse y protegerse.

Don Julián Gutiérrez, campesino de la vereda El Laurel, en Santander, asegura que el silbido le ha salvado más de una vez. “Una vez mi hijo se cortó con el machete y yo estaba al otro lado del potrero. No había manera de llamarme a gritos. Él me silbó como le enseñé, fuerte y con pausa. De inmediato supe que era urgente y salí corriendo. Así nos entendemos desde siempre, cuenta con orgullo.

Esta forma de comunicación también se transmite como herencia familiar. En muchas veredas, los niños aprenden a silbar antes de manejar un celular y, aunque los dispositivos han cambiado las costumbres, el silbido sigue siendo útil y hasta simbólico en reuniones, encuentros o en el llamado a los animales.

El silbido veredal reafirma vínculos comunitarios, territoriales y familiares. Preservar esta práctica es también reconocer que el campo tiene sus propios lenguajes. En tiempos donde la conectividad se mide en megas, recordar que hay otras formas de estar conectados más humanas y sonoras es, también, un gesto de resistencia y memoria. 

Lo que el desplazamiento borró del campo: recetas, semillas, palabras y fiestas

En Colombia, más de ocho millones de personas han sido desplazadas por la violencia, según el Registro Único de Víctimas. Esta cifra retrata una tragedia que va más allá del abandono de hogares y parcelas. Con cada campesino que se ve obligado a dejar su territorio, se apaga una receta que no se vuelve a preparar, una semilla que deja de sembrarse, una palabra que se borra del habla cotidiana, una fiesta patronal que ya no se celebra. El campo se despuebla y con ello se despoja de su identidad.

Este artículo es un homenaje, en el Día del Campesino, a quienes siembran alimento y también han sostenido la cultura, la lengua y los ritos de la vida rural. Hoy, su resistencia es también un acto de memoria.

En muchas zonas rurales del país, el desplazamiento arrasó con la cotidianidad. No hubo tiempo para empacar las ollas de barro, las mazorcas secas para semilla, ni los cuadernos donde se anotaban las fórmulas de curación o los ingredientes de una conserva tradicional. “Nos fuimos con lo puesto”, repiten muchas familias. Y con ese ‘puesto’ se quedó también parte del legado campesino.

En la cocina, se perdieron recetas que no llegaron a la ciudad. ¿Quién vuelve a preparar una mazamorra con guineo maduro en un cuarto de arriendo? ¿Dónde se consigue curí, taparo o guatila sin agroquímicos en el barrio periférico de una urbe? El desplazamiento forzado es una fractura territorial que también deja una herida alimentaria. Muchas de esas preparaciones no tienen registro escrito; eran saberes transmitidos de abuela a nieta, de vecina a vecina, al calor del fogón.

Este es el caso de doña Francisca, quien vivía en una vereda de Mapiripán, Meta. Allí, cada diciembre organizaba con sus vecinas la fiesta de las ánimas, una mezcla de velación, música y comida compartida. “No era una fiesta grande, pero sí muy sentida. Se cocinaban bollos de maíz, carne asada en hoja y se contaban cuentos hasta el amanecer”, recuerda desde el barrio periférico de Villavicencio, donde lleva más de 15 años desplazada. Desde que salió de su tierra, jamás volvió a preparar el bollo como lo hacía su madre. La hoja ya no la consigue, la leña es difícil y el maíz que hay en la ciudad tiene otro sabor. Al igual que ella, miles de familias han dejado atrás prácticas que solo tenían sentido en su lugar de origen.

El lenguaje también sufre. Palabras como aperrarse, ñingareta, guandoca o alzaque van desapareciendo cuando ya no hay quien las use. Los niños desplazados crecen en entornos que privilegian otros códigos, cambian la oralidad campesina por el lenguaje técnico escolar, por el habla urbana, por el silencio. Y con la lengua, se van los rezos, los cuentos, los cantos de vaquería, las fórmulas para espantar el susto o curar el mal de ojo.

Las fiestas patronales, que articulaban lo comunitario, también quedaron atrás. Donde antes había mingas, bailes, carreras de encostalados y rezos compartidos, hoy hay semáforos, trancón y vecinos desconocidos. Las celebraciones que conectaban a las comunidades con sus ciclos agrícolas y con su espiritualidad fueron reemplazadas por días de trabajo informal o por el olvido.

No todo está perdido

En veredas donde los retornos han sido posibles, campesinos y campesinas han emprendido la reconstrucción de su memoria. Siembran semillas criollas, recuperan danzas, retoman oficios. Y en otras regiones, aún desde el exilio urbano, algunos se han aferrado a su identidad y cultivan en materas, enseñan a sus hijos los nombres de las plantas, escriben sus recetas en hojas sueltas. Hay resistencia.

El desplazamiento forzado desdibujó territorios simbólicos que eran tan vitales como la tierra misma. Sin embargo, en cada campesino que vuelve a sembrar, en cada palabra rescatada del olvido, en cada fiesta que se reinventa, hay una señal de esperanza.

En este Día del Campesino, más que felicitarlos, urge escucharlos. Porque quienes cultivan la tierra también cultivan la vida. Y su memoria —aunque herida— sigue brotando como semilla terca entre las grietas del olvido.

La violencia que no se ve: cifras alarmantes sobre las mujeres rurales en Colombia

Ser mujer rural en Colombia implica vivir entre dos realidades: la que sostiene al país con trabajo, cuidados y saberes, y la que permanece marginada del acceso a derechos, justicia y oportunidades. A pesar de su papel protagónico en la seguridad alimentaria y la economía campesina, las cifras más recientes revelan un panorama de violencia estructural, silenciosa y persistente.

Las mujeres rurales enfrentan agresiones físicas, pero también exclusiones profundas que se evidencian en el acceso limitado a la tierra, al crédito, a la educación, a la justicia y a espacios de participación política. Todo esto configura un entramado de violencias estructurales que persisten y se normalizan con el tiempo.

Según el DANE, una de cada tres mujeres rurales ha sido víctima de violencia física por parte de su pareja. Y para muchas, la violencia empieza desde niñas en las zonas rurales, una de cada doce jóvenes abandona sus estudios para asumir tareas de cuidado en el hogar. Además, el 89,5% de quienes dedican más de ocho horas diarias al trabajo no remunerado son mujeres, perpetuando la brecha en autonomía económica.

El desplazamiento forzado agudiza aún más este escenario. Según Alianza por la Solidaridad, el 15,8% de las mujeres desplazadas han sido víctimas de violencia sexual, una cifra que rara vez llega a instancias judiciales debido al miedo, la estigmatización y la impunidad.

En cuanto a los feminicidios, la Fiscalía General de la Nación reportó 1.844 casos entre 2020 y 2023. A esta cifra se suman las múltiples formas de violencia no letal que afectan a miles de mujeres diariamente. En 2023, Colombia, junto con Brasil y México, registró un promedio de 1.569 mujeres víctimas de violencia de género cada día, un aumento del 13% respecto a 2022.

El acceso a recursos también refleja un patrón de exclusión. Las mujeres rurales enfrentan serias barreras para acceder a crédito y asistencia técnica. En todos los tipos de financiamiento analizados, la aprobación de créditos es consistentemente menor para las mujeres que para los hombres.

Y aunque el 35,8% de los hogares rurales son liderados por mujeres, solo el 1% de los predios rurales mayores a 200 hectáreas están titulados a su nombre. Esta falta de acceso a la tierra y a recursos productivos limita sus posibilidades de desarrollo autónomo y sostenible.

La violencia contra las mujeres rurales no se limita a golpes o insultos: está en la negación sistemática de sus derechos, en la invisibilización de sus aportes y en la indiferencia frente a sus denuncias. Las cifras más recientes son claras: esta no es una violencia del pasado ni de unos pocos casos aislados, es una violencia estructural que sigue viva en los campos del país.

Frente a este panorama, urge pasar del reconocimiento simbólico a la acción concreta. Programas como SALVIA del Ministerio de Igualdad, o los compromisos internacionales de la FAO y ONU Mujeres, son pasos importantes. Pero mientras las mujeres rurales sigan sembrando sin tierra, cuidando sin descanso y resistiendo sin protección, el país seguirá en deuda.

En su día internacional: ¡Sea buena papa!

Según la misma entidad (organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura) la papa —conocida en otras latitudes como patata —contribuye a alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible, ODS, como lograr el hambre cero, promover la agricultura sostenible y fomentar las oportunidades económicas.

No en vano han pasado unos 8 mil años desde su descubrimiento en el Lago Titicaca, ese majestuoso espejo de agua que se extiende en las zonas fronterizas de Perú y Bolivia, pues ya el mundo registra más de 5.000 variedades, y se cultiva en 159 países.

Cada nación la ha adoptado como propia. De ahí que podamos decir con los mencionados cantores, que es peruana, ecuatoriana, boliviana, venezolana y, claro, ¡colombiana! 

Sí, en Colombia, según reporta la Federación Colombiana de Productores de Papa, Fedepapa, hay 250 tipos: además de las mencionadas arriba, están la superior; la diacol capiro, o R12; la única; la nevada; la parda pastusa… 

De hecho, se estima que el consumo nacional anual está alrededor de los 57 kilos por persona.

Y en materia de beneficios, las cifras también son contundentes: Fedepapa estima que hay 100.000 productores, y que el negocio genera 350.000 empleos directos e indirectos.

Ahora bien, la misma fuente indica que los principales departamentos productores son Cundinamarca (36%); Boyacá (27%); Nariño (22%) y Antioquia (5%). 

Como vemos, hay para todos los gustos, en todas las regiones, de todos los colores (amarilla, carmelita, colorada, negra…), y de los más variados tamaños: diversa y variopinta, como Colombia.

Sobran las razones: ¡Vale la pena ser buena papa!

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