Cómo le dijera vecina; aún tengo vivo en el recuerdo el momento en que llegó Rodolfo y me dijo: tía coja a los suyos porque la guerrilla ha formao un descontrol y quiere todas estas tierras de Iscuandé. ¡Ay! Virgen santísima, pegué yo el grito, y les dije: “Batalla”, muchachos, cojan la canoa y el motor que vamos es zarpando porque aquí se formó la desavenencia.
Ese fue el día que yo más recuerdo haber „navegao‟ tanto tiempo; quince horas completicas sin comer nada. Fue duro, pero así llegamos a Guapi a eso de las tres de la tarde, a halar pata corrida en ese polvero y a aguantar sol, ya que no teníamos a dónde llegar. Hasta que de tanto joder nos abrieron una puerta de una casa que solo tenía desocupada una pieza. Así que todos nos metimos ahí; nos acomodamos en el suelo y nos acobijamos de a tres por cobija porque éramos nueve. Eso parecía como si una familia entera se hubiera „embarcao‟ en una concha de tortuga.
Los días llegaban y nos levantábamos tarde porque allá no había gallo, como en Iscuandé, que nos despertara para ir a la mina y también pensaba yo, entre dormida, para qué nos levantábamos si no teníamos qué comer. Baudilia mija páreme el agua pa¨ hacernos un tapao. sí mamá, espéreme que me haga bien las crinejas y ahí ya voy. Pues si vecina así fue que nos tocó estarnos varios días, hasta que un día dije que iba pa la curia a comentar mi situación porque de nada sirve no estar amenazados por la guerrerilla pero sí sitiados por el hambre.
Y sí, le dije al párroco y él nos prometió darnos el almuerzo mientras conseguíamos trabajo. Al ver la situación que presenciábamos se me llenaba la visión de recuerdos como cuando estábamos en la mina cantando los arrullos y meneando las caderas al ritmo de la batea. Y ahí mismo pa‟ no llorar me ponía a cantarlas: “dos bolitas de oro que he mandado hacer una pa‟ María y otra pa‟ José”, y mientras yo volaba en mis recuerdos mi familia me miraba y decían entre ellos: a Teo le ha dado muy duro venirse pa’ cá; la pobre ya no es la misma, como que le dolió mucho dejar San Luís. Ellos decían eso porque sabían que el campo era lo mío.
(Mamá yo voy a ir echando el plátano, los mamporas, los aliños, y parando el agua de panela para irle avanzando alguito. Ay si hceme de favor). Los días pasaban y la situación nos iba mejorando pa‟ bien, ya que estábamos con ganas y terreno en mano (que invadimos) para construir nuestra propia casita. En esos días nos levantábamos temprano, pues nos tacaba a todos ir al monte a cortar los palos que íbamos a utilizar en la construcción del rancho. Haciéndola nos demoramos como una semana porque eso era de sol a sol que nosotros trabajábamos, pues no veíamos la hora de sentir algo propio.
La casa quedaba ubicada en una urbanización creada por unos balsiteños peliones y ariscos, que al llegar nosotros se sintieron como alertados porque pensaban que éramos ladrones. Pero gracias a Dios nos llegamos a conocer tan bien que hasta ya parecíamos amigos de toda la vida. Sus hijos y mis hijos se decían primos. Empezamos a vivir un momento de gloria, en el que todo era felicidad: comíamos dos veces al día, todos trabajábamos y, por ello, estábamos patí contentos, hasta que llegó ese día; el día que mataron a mi hijo.
El 16 de abril, unos diítas después de Semana Santa, estábamos todos trabajando, menos él que se quedó en la casa. Dentro de mi diario vivir, ese día era un día común y corriente, aunque en el fondo de mi me acompañaba un presentimiento que no había sentido nunca antes.
Salí como era de costumbre, le eché la bendición como nunca lo había hecho: “que la Virgen del Carme y el Ángel San Miguel te cuiden y te guarden”, y salí. Casi no llego al trabajo cuando me llega el rumor de que mi hijo Aquilino había muerto. Me desesperé, pero mantuve la calma y cuando llegué al lugar de los hechos mijo estaba tirado en medio de una zanja y con el tropel de gente que lo único que hacían era mirar y estorbar. El calvario que viví con el deceso de Aquilinito, al que los mayores lo querían por el respeto que les profesaba y los menores lo admiraban por el bororó que armaba en la esquina del Guachupecito, solo paró cuando el asesino llevó a cuestas, con su condena, todo el peso de mi sufrimiento.
Como a los dos años de la muerte de mijo, me levantaron unos gritos: “Mamá, mamá venga que me está doliendo la garganta y el estómago. ¡Ay este muchacho, qué fue lo que te comiste? Nada mamá vestite que nos vamos para el hospital.
Llegamos al hospital y el médico Góngora, barrigón y nada confiable porque ventilaba la intimidad de los pacientes, me dijo, con el cigarrillo en la mano, que era muy grave y que tenía que ser metido de una a cirugía. Por el afán firmé los papeles, sin saber lo que iba a pasar y pasó. Góngora lo había operado mal; no sé lo que hizo, pero me lo dejo mal operao. Lo bueno fue que me dio la única opción para que mi hijo se sanara. Me aconsejó que lo trajera a vivir a Pasto, pues me dijo que aquí dizque había unos médicos especialistas que iban a corregir “el pequeño error” que él había cometido.
Entre todos consultamos y miramos qué era lo mejor y tomamos la decisión de arriesgarnos a comenzar de nuevo. Como nos faltaba la plata para el viaje, nos tocó agachar la cabeza y estirar la mano. Con la colaboración de la comunidad católica, llegamos a Pasto. Solo veníamos mi hijo y yo y por eso no hubo tanto problema en la quedaba, pues el hospital se convirtió en mi hotel. Fueron dos meses de dormir sentada en una silla. Los días fueron pasando y entraban y salían enfermeras y no me daban razón alguna al menos para mitigar mi dolor, hasta que llego el día de la verdad. A mijo le habían diagnosticado una tal peritonitis y por eso a mijo le habían puesto un tubo para que el pudiera respirar en toda la garganta y todo eso por el errorcillo que cometió Góngora.
El medico me dijo no se preocupe doña teo porque gracias a ese tubo su hijo no va a morir, claro que todo depende de ustedes, porque el muchacho se tiene que quedar para realizarles unas terapias; yo ahí mismo llamé a Batalla y le comenté lo que el médico me había dicho, y llegamos a la conclusión que lo mejor era que todos nosotros nos viniéramos a vivir a Pasto. Y así fue.
(Baudilia échame a la olla el pescao seco que está en la azotea y bájame un poquito la llama de la estufa para que no se valla a pegar el tapao. Jesú mamá eso desde que lo hice, pero como usted esta embelesada conversando por eso es que esta así. Pues si vecina, y como a la semana llegaron esta gente de Guapi, y cuando los vide fue que me acordé de qué y cómo vamos a vivir, pero Batalla como siempre con sus ojos llorosos me responde, tranquila Teo Dios proveerá. A los diítas arrendamos una piecita en Alfonso López y otra vez nos tocó dormir a todos en una sola piecita (porque usted sabe vecina que las casas en la ciudad son más pequeñas que las del campo).
Todos buscábamos trabajo de nuevo pero no lo hallábamos y pues mis hijos una se toparon a un señor que trabajaba comprando cartón y hojas blancas a los recicladores; y empezamos a trabajar en eso y nos íbamos de puerta en puerta, pero un día si me ofendí, casi se me sale el Toloza; espere le cuento vecina, me fui y llegue a la casa de una señora y le dije, mire vecina yo soy recicladora y venía a ver si usted tenía unas cajitas de cartón o cuadernos viejos que ya no utiliza. Y lo que ella me respondió fue. Usted que creyó, que aquí nosotros no la pasamos regalando las cosas, pero se confundió negra desgraciada.
Eso no significó nada para mí porque de si algo estaba segura es de que mi color es el mejor. Y seguí trabajando en lo mío porque eso es lo que nos está dando de comer. Lo único que estamos esperando es que esta ciudad ya sea nuestra última morada. Pues si vecina Irma esta es mi historia, trágica, pero lo es. Chao vecina un día de esto paso pa” que nos echemos una conversadita.
Por: Pilar Madrid. Facilitadora del Proyecto Comunicar y Proteger la Paz.
Editor: Lina María Serna. Periodista – Editora.