Pocas veces la censura se hace tan evidente, como ocurrió en el sonado caso de RTVC, a cuyo gerente, acosado por una comprometedora grabación, no le quedó otra salida que la renuncia irrevocable. En la mayoría de los casos la mordaza se ejerce de manera tan soterrada, que ni siquiera se nota. Y una de sus expresiones más frecuentes es la autocensura, a la que apela quien considera que si dice la verdad peligran su puesto, su integridad o su vida. Y, en todos los casos, la que resulta herida de muerte es la democracia.
No es de extrañar que quienes promueven diversas formas de censura lo hagan en nombre de la “libertad”. “Lo que queremos (…) es que no se afecte la reputación de las personas de manera irreversible, sin perjuicio de las acciones judiciales a las que haya lugar”, declaró, por ejemplo, el senador José David Name Cardozo, autor del proyecto de Ley No. 179 de 2018, que propone “normas de buen uso y funcionamiento de redes sociales y sitios web en Colombia”.
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No se puede desconocer que la revolución tecnológica ha abierto múltiples canales para que el ciudadano de a pie se exprese, a veces con argumentos y razones de peso y a veces con mentiras o con manipulaciones deliberadas.
Pero, nos preguntamos, ¿el remedio de fondo está en limitar la libertad de expresión? ¿No será que resultaría más dañino que la enfermedad?
Claro, a nadie le gusta que lo calumnien o que atenten contra su buen nombre. Pero la democracia ya ha encontrado remedios para esos males. Y una de las salidas está en el poder de las audiencias, o lo que también hemos llamado “regulación social de los medios”.
En esa dirección, la experta en libertad de expresión y decana de Derecho de la Universidad de los Andes, Catalina Botero, señala que, en efecto, son las audiencias las llamadas a moderar ese debate. “Es decir, deberíamos ser las audiencias quienes castigamos a quienes difunden noticias que no son verdad, a los periodistas que hacen mal su trabajo, a los que hacen un periodismo militante y no un periodismo que intenta mostrar las distintas versiones de los hechos. Deberíamos ser las audiencias las que tuviéramos esa discusión”.
No faltará quien diga que, en términos generales, los consumidores (o prosumidores de las redes sociales) no están preparados para dar esa batalla, porque les falta formación. Pero, como lo propone el director de la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), Pedro Vaca, a las audiencias más que controlarlas o regularlas, hay que alfabetizarlas.
En otras palabras, si lo que quieren nuestros gobernantes es salvarnos de la mentira y del engaño, la respuesta no puede ser ni la mordaza ni la restricción, propio de las dictaduras, sino el debate y la deliberación, propio de las democracias.
En esa dirección, hay que echar mano de postulados de la Comunicación/Educación para contribuir a la conformación de la otredad, esto es, del otro visto como ciudadano que participa de manera activa de la vida política, para construir con otros el mundo que quiere vivir.
Eso fue lo que entendió monseñor José Joaquín Salcedo cuando en 1947 propuso y sacó adelante, de la mano de campesinas y campesinos, el proyecto de Radio Sutatenza y sus Escuelas Radiofónicas, en el marco de la defensa universal del derecho a hablar, a expresarse.
Contamos, entonces, con este gran aprendizaje, que surge de esa y de otras experiencias propias: la palabra ayuda a crear identidades y a transformar realidades. Y, por lo tanto, sin la palabra pública, no existimos como sociedad.
Ahora, si nuestra propia experiencia no fuera suficiente, no pasemos por alto lo que enseñan los estándares internacionales sobre la materia, para que, como lo advierte la misma Catalina Botero, nuestros gobernantes no “caigan en el juego de empezar a regular y a legislar sobre un sistema que ni conocen ni entienden”.
De lo contrario, seguirá pasando en Colombia lo del sonado caso de la multa de $883.000 a un ciudadano, por comprar una empanada en el espacio público. Aunque en apariencia se trata de una sanción ejemplar, en realidad no soluciona el problema de fondo, porque se pretende, así, combatir los síntomas tomándole la temperatura a las sábanas y no al enfermo.
Por: Juan Carlos Pérez Bernal. Equipo Editorial El Campesino.