El instinto de conservación es el más fuerte de todos los que tenemos los seres vivos. Lo compartimos con los animales y “con patas y manos, con uñas y dientes” nos aferramos a la vida con todas nuestras fuerzas ante la amenaza de morir. Por eso, a pesar de la enfermedad, nos defendemos de los ataques de agentes externos o internos que nos quieren arrebatar la vida. Y sentimos miedo a la muerte. El miedo a la muerte es el amor a la vida. Sólo en momentos realmente extremos, de profunda desesperación, de depresión incontrolada o desatendida un ser humano pierde el instinto de conservación y puede llegar al suicidio.
En estos momentos de pandemia, para protegernos del Covid 19, de ese bichito que puso el mundo patas arriba, los especialistas y las autoridades han recomendado estar encerrados como la estrategia más efectiva para evitar el contagio de una enfermedad contra la cual aún no existe vacuna. Usar responsablemente el tapabocas, lavarse con frecuencia las manos, desinfectar la ropa, los zapatos, son también medidas de protección. Sin embargo, ninguna cura la enfermedad.
El encierro, en muchos causa ansiedad, tristeza, soledad, ganas de negar el peligro y surgen deseos de desobedecer las órdenes de las autoridades, las indicaciones médicas; sencillamente nos cansamos del aislamiento y queremos salir para liberarnos de las restricciones.
Para los que tienen menos bienes e ingresos, que son la mayoría de la gente, el encierro ha sido un terrible castigo que les arrebató el trabajo y los ingresos, el medio fundamental de sobrevivir y de atender a sus familias. Y esto es sumamente grave. Para los más necesitados, que son la mayoría y los más pobres, el hambre no da espera, los gastos urgen, hay que pagar las deudas y es una prioridad salir a conseguir dinero a como dé lugar. Por eso hay ventas informales, miles de personas que piden un mendrugo, una limosna o cualquier apoyo para aliviar la angustia y la necesidad. “O nos morimos de hambre o de Covid”, “Prefiero conseguir algo para llevar a mi casa, aunque me mate la enfermedad, pero quieto, no me quedo”. Estas expresiones, comunes entre muchos, son reales entre la multitud de colombianos más pobres a quienes el Estado está obligado a apoyar y atender.
Hay también otros, desobedientes irreformables. Son transgresores que desafían y desobedecen la autoridad sin importar los riesgos, que hacen fiestas clandestinas, que usan mal o no usan tapabocas, no guardan las medidas de desinfección, de higiene y de prevención y se creen “supermanes” hechos a prueba de contagios. Muchos de ellos ya no están entre nosotros porque los mató el Coronavirus, pero contagiaron irresponsablemente a otros. Ante el desorden, las autoridades legítimas exigen cumplir las normas y guardar la ley. Y los desafiantes se enfrentan con las autoridades que tienen que ejercer la fuerza para hacer cumplir la ley y mantener el orden.
En los forcejeos, algunos miembros de la autoridad abusan de ella, se exceden y causan muertes. Y, como reacción a la fuerza, violentos organizados y enloquecidos se convierten en hordas que destruyen lo que encuentran a su paso, creando caos, sembrando terror y atacando a las autoridades. Ese caos se tiene que reprimir de vuelta con fuerza y la batalla se apodera de las calles, en donde la furia domina a la inteligencia, la cordura o la razón.
En medio de la sinrazón, posiblemente aupada por organizaciones criminales que se aprovechan del dolor de las víctimas para desatar la furia y el descontrol, las autoridades legítimas tienen que actuar. El desorden social tiene que controlarse con autoridad, con la razón, con compasión y magnanimidad con las víctimas, con verdaderos signos de solidaridad y sin espejismos que lleven más temor a quienes han sufrido tánto.
Desde antes de la aparición del Covid, en el país persisten las viejas causas del descontento social. Ahora, en medio de la pandemia, se han agravado y podrían llevar a la desesperación sin control, de no aplicarse con prontitud medidas urgentes y eficaces, que busquen eliminar esas causas y que impidan el nuevo florecer de la violencia que nos ha agobiado por tantos años. En los dirigentes no pueden tener cabida el egoísmo y la soberbia, menos en estos momentos. Es ahora cuando se les exige la búsqueda desinteresada del bien común y no del de los poderosos. Hay que defender a los indefensos con sabiduría y firmeza.
El suicidio de una sociedad puede evitarse si los responsables de dirigirla muestran su grandeza ante los retos y marcan verdaderas pautas morales con su ejemplo y sus decisiones. De no hacerlo, la pandemia nos seguirá golpeando y se llevará con ella lo poco que nos quede de esperanza: Nuestro instinto de conservación.
*Esta nota periodística no representa la postura de Acción Cultural Popular – ACPO organización dueña de la marca registrada Periódico El Campesino y elcampesino.co. Con ello, tampoco compromete a la organización ni al periódico en los análisis realizados, las cifras retomadas, los entrevistados que aparecen, entre otros.
Por: Bernardo Nieto Sotomayor. Equipo Editorial Periódico El Campesino.