Claro está que yo tengo dos sombreros. Uno para cuando “repican recio”, y otro para que aguante el sol y el agua. El uno es nuevo, elegante, con mucho pelo y brilla que es un lujo. No crean que soy orgulloso, pero cuando me pongo el sombrero nuevo, me confunden con los doctores. Sólo lo uso en las grandes ocasiones: cuando hay que “apadrinar” a algún ahijado, en las fiestas de la parroquia y …. en fin, muy de vez en cuando.
El otro, el viejo, inspira lástima. No recuerdo exactamente cuándo lo compré, pero si no estoy equivocado, va para cinco años, para las fiestas de un Corpus. Me sentó bien. Me amañé con él y aunque por ese tiempo yo estaba muy mal de plata y sabía que debía ahorrarlo, me gustó tanto que lo eché para “entre casa”. Desde entonces me acompaña todos los días y casi todas las noches. Sólo me lo quito cuando me voy a acostar.
Él sabe todo lo que me ha pasado. Más aún: muchas veces le ha tocado pagar al pobre mis torpezas. Si pudiera contarles tantas cosas como sabe…. Los peores soles hemos recibido juntos y qué no decir de los aguaceros. Cuando hace sol se entiesa y hasta hace por levantar las alas, como que intentara recobrar la forma de cuando era nuevo. Peri cuando llueve… esto si que da lástima, se ablanda todito, se descoloriza en tal forma que nadie puede adivinar el color verdadero. Las alas se le caen tristemente y forman como una especie de canales por las que el agua baja a chorros. El pobre ya no tiene cinta. Mejor, si tiene un pedazo, pero es tan chiquito que no se puede llamar verdadera cinta.
Ha recibido más golpes que nadie. Recuerdo una vez que se me perdieron unos animales y cuando después de mucho buscarlos no los encontré, me entró la desesperación y agarré el pobre gorro y dale que no le he dado contra una cerca de piedra. Él no protestó. En otra oportunidad me dejé estafar en un negocito y como si el pobre sombrero tuviera la culpa, le di más de cien porrazos en el patio de la casa.
¡Ah! Y si pudiera contarles las patadas que le he dado. Qué torpe que soy. Cuando el chino mayor perdió el año en la escuela (el chino no es que sea falto de inteligencia, sino que es perezoso y no le gusta estudiar), tan pronto llegamos a la casa me quité el cinturón y eso era que le daba al pobre infante. Cuando mi mujer me lo quitó, agarré el sombrero. Lo tiré al suelo y comencé a pisarlo. Luego de cada puntapié que le daba, lo hacía volar hasta cinco metros. Y el pobre gorro no dijo nada.
A pesar de todo lo que ha sufrido el pobre, todavía me sirve. Yo lo quiero. Me va a costar mucho trabajo dejarlo por ahí tirado cuando ya no sirva. A veces he pensado: yo soy medio jumento. ¿Qué culpa tenía el pobre gorro de los errores que yo cometía? ¿Por qué tenía que aporrearlo cuando él no había hecho nada? ¿Por qué tenía que pagar los errores que otros habían cometido? Yo creo que muchas veces me he dejado llevar de la ira, de la desesperación, inútilmente. Para mí tengo que cuando le suceden a uno esas cosas malas, no las debe pagar el sombrero, sino que uno debe fijarse por qué le sucedieron para quitar las causas, para que de esta manera no le vuelvan a suceder. Además de ser medio jumento, creo que he procedido irracionalmente.
Fuente: El Campesino, edición impresa
Editor: Lina María Serna. Periodista – Editora.