domingo, junio 1, 2025
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Lo que el desplazamiento borró del campo: recetas, semillas, palabras y fiestas

Más allá del drama humanitario, el desplazamiento forzado ha causado un desarraigo silencioso: el olvido de sabores, cantos, lenguas y saberes que tejían la vida campesina. En el Día del Campesino, rendimos homenaje a quienes cultivan la tierra… y también la memoria.

En Colombia, más de ocho millones de personas han sido desplazadas por la violencia, según el Registro Único de Víctimas. Esta cifra retrata una tragedia que va más allá del abandono de hogares y parcelas. Con cada campesino que se ve obligado a dejar su territorio, se apaga una receta que no se vuelve a preparar, una semilla que deja de sembrarse, una palabra que se borra del habla cotidiana, una fiesta patronal que ya no se celebra. El campo se despuebla y con ello se despoja de su identidad.

Este artículo es un homenaje, en el Día del Campesino, a quienes siembran alimento y también han sostenido la cultura, la lengua y los ritos de la vida rural. Hoy, su resistencia es también un acto de memoria.

En muchas zonas rurales del país, el desplazamiento arrasó con la cotidianidad. No hubo tiempo para empacar las ollas de barro, las mazorcas secas para semilla, ni los cuadernos donde se anotaban las fórmulas de curación o los ingredientes de una conserva tradicional. “Nos fuimos con lo puesto”, repiten muchas familias. Y con ese ‘puesto’ se quedó también parte del legado campesino.

En la cocina, se perdieron recetas que no llegaron a la ciudad. ¿Quién vuelve a preparar una mazamorra con guineo maduro en un cuarto de arriendo? ¿Dónde se consigue curí, taparo o guatila sin agroquímicos en el barrio periférico de una urbe? El desplazamiento forzado es una fractura territorial que también deja una herida alimentaria. Muchas de esas preparaciones no tienen registro escrito; eran saberes transmitidos de abuela a nieta, de vecina a vecina, al calor del fogón.

Este es el caso de doña Francisca, quien vivía en una vereda de Mapiripán, Meta. Allí, cada diciembre organizaba con sus vecinas la fiesta de las ánimas, una mezcla de velación, música y comida compartida. “No era una fiesta grande, pero sí muy sentida. Se cocinaban bollos de maíz, carne asada en hoja y se contaban cuentos hasta el amanecer”, recuerda desde el barrio periférico de Villavicencio, donde lleva más de 15 años desplazada. Desde que salió de su tierra, jamás volvió a preparar el bollo como lo hacía su madre. La hoja ya no la consigue, la leña es difícil y el maíz que hay en la ciudad tiene otro sabor. Al igual que ella, miles de familias han dejado atrás prácticas que solo tenían sentido en su lugar de origen.

El lenguaje también sufre. Palabras como aperrarse, ñingareta, guandoca o alzaque van desapareciendo cuando ya no hay quien las use. Los niños desplazados crecen en entornos que privilegian otros códigos, cambian la oralidad campesina por el lenguaje técnico escolar, por el habla urbana, por el silencio. Y con la lengua, se van los rezos, los cuentos, los cantos de vaquería, las fórmulas para espantar el susto o curar el mal de ojo.

Las fiestas patronales, que articulaban lo comunitario, también quedaron atrás. Donde antes había mingas, bailes, carreras de encostalados y rezos compartidos, hoy hay semáforos, trancón y vecinos desconocidos. Las celebraciones que conectaban a las comunidades con sus ciclos agrícolas y con su espiritualidad fueron reemplazadas por días de trabajo informal o por el olvido.

No todo está perdido

En veredas donde los retornos han sido posibles, campesinos y campesinas han emprendido la reconstrucción de su memoria. Siembran semillas criollas, recuperan danzas, retoman oficios. Y en otras regiones, aún desde el exilio urbano, algunos se han aferrado a su identidad y cultivan en materas, enseñan a sus hijos los nombres de las plantas, escriben sus recetas en hojas sueltas. Hay resistencia.

El desplazamiento forzado desdibujó territorios simbólicos que eran tan vitales como la tierra misma. Sin embargo, en cada campesino que vuelve a sembrar, en cada palabra rescatada del olvido, en cada fiesta que se reinventa, hay una señal de esperanza.

En este Día del Campesino, más que felicitarlos, urge escucharlos. Porque quienes cultivan la tierra también cultivan la vida. Y su memoria —aunque herida— sigue brotando como semilla terca entre las grietas del olvido.

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