Ser mujer rural en Colombia implica vivir entre dos realidades: la que sostiene al país con trabajo, cuidados y saberes, y la que permanece marginada del acceso a derechos, justicia y oportunidades. A pesar de su papel protagónico en la seguridad alimentaria y la economía campesina, las cifras más recientes revelan un panorama de violencia estructural, silenciosa y persistente.
Las mujeres rurales enfrentan agresiones físicas, pero también exclusiones profundas que se evidencian en el acceso limitado a la tierra, al crédito, a la educación, a la justicia y a espacios de participación política. Todo esto configura un entramado de violencias estructurales que persisten y se normalizan con el tiempo.
Según el DANE, una de cada tres mujeres rurales ha sido víctima de violencia física por parte de su pareja. Y para muchas, la violencia empieza desde niñas en las zonas rurales, una de cada doce jóvenes abandona sus estudios para asumir tareas de cuidado en el hogar. Además, el 89,5% de quienes dedican más de ocho horas diarias al trabajo no remunerado son mujeres, perpetuando la brecha en autonomía económica.
El desplazamiento forzado agudiza aún más este escenario. Según Alianza por la Solidaridad, el 15,8% de las mujeres desplazadas han sido víctimas de violencia sexual, una cifra que rara vez llega a instancias judiciales debido al miedo, la estigmatización y la impunidad.
En cuanto a los feminicidios, la Fiscalía General de la Nación reportó 1.844 casos entre 2020 y 2023. A esta cifra se suman las múltiples formas de violencia no letal que afectan a miles de mujeres diariamente. En 2023, Colombia, junto con Brasil y México, registró un promedio de 1.569 mujeres víctimas de violencia de género cada día, un aumento del 13% respecto a 2022.
El acceso a recursos también refleja un patrón de exclusión. Las mujeres rurales enfrentan serias barreras para acceder a crédito y asistencia técnica. En todos los tipos de financiamiento analizados, la aprobación de créditos es consistentemente menor para las mujeres que para los hombres.
Y aunque el 35,8% de los hogares rurales son liderados por mujeres, solo el 1% de los predios rurales mayores a 200 hectáreas están titulados a su nombre. Esta falta de acceso a la tierra y a recursos productivos limita sus posibilidades de desarrollo autónomo y sostenible.
La violencia contra las mujeres rurales no se limita a golpes o insultos: está en la negación sistemática de sus derechos, en la invisibilización de sus aportes y en la indiferencia frente a sus denuncias. Las cifras más recientes son claras: esta no es una violencia del pasado ni de unos pocos casos aislados, es una violencia estructural que sigue viva en los campos del país.
Frente a este panorama, urge pasar del reconocimiento simbólico a la acción concreta. Programas como SALVIA del Ministerio de Igualdad, o los compromisos internacionales de la FAO y ONU Mujeres, son pasos importantes. Pero mientras las mujeres rurales sigan sembrando sin tierra, cuidando sin descanso y resistiendo sin protección, el país seguirá en deuda.