El silencio de la lengua nos ayuda a hablarle a Dios. El de los ojos, a ver a Dios. Y el silencio del corazón, como el de la Virgen, a conservar todo en nuestro corazón.” (Madre Teresa de Calcuta)
Por: William Carvajal
Pero hablar del silencio resulta un intento casi contradictorio, ya que para ello es preciso romperlo, o al menos suspenderlo por algún tiempo. Sin embargo, éste es el único camino que se puede recorrer para que el silencio resulte significativo y para que su relación con el sujeto cree espacios de sentido.
¿Qué es el silencio? Todos tienen experiencia de él. Conocemos un silencio que divide y otro que niega; uno que crea angustia y otro que expresa amor; uno que nos hace sospechosos y otro que es el fundamento de una amistad y de una comprensión. Conocemos momentos de silencio que son fríos y glaciales.
Pues bien, todos éstos no son más que fragmentos de un silencio mayor que los engloba y significa, un silencio que garantiza al hombre que es él mismo y que se auto comprende como persona libre.
De esta manera, es preciso remontarse de los silencios al silencio original, el que -como tal- está privado todavía de toda determinación emotiva y que, sin embargo, constituye la condición de posibilidad misma de lo que se está escribiendo.
La Biblia expresa el silencio original, que es la primera expresión de amor del Padre, que se hace luego Palabra obediencial del Hijo y Espíritu de amor como nuevo silencio que llega “más allá del Verbo” y que encierra en sí el misterio trinitario. De este silencio nace la revelación, que se hace luego palabra histórica y profética, y finalmente palabra definitiva en la encarnación del Hijo, pero que desemboca en un nuevo silencio como contemplación y respuesta de fe.
La Biblia es el primer gran testigo de la grandeza del silencio, pues no lo califica sólo como realidad para el hombre y para la creación, sino que además lo convierte en el horizonte privilegiado sobre el cual hay que poner el misterio de la revelación de Dios.