viernes, septiembre 27, 2024
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El rol de la agricultura para construir paz

Cómo el desarrollo rural sostenible fortalece a las familias sobrevivientes del conflicto en Colombia

Cartagena, con su vibrante y festiva ciudad amurallada, sus atardeceres de ensueño y sus icónicas Palenqueras, mujeres vestidas de colores con una palangana de frutas en la cabeza, es la joya que muchos conocen de Colombia. Pero esta ciudad histórica es sólo el preludio del extenso y variado territorio que es el Departamento de Bolívar.

Bolívar se despliega como un manto de contrastes, sumergiendo su extremo norte en las aguas turquesa del Caribe y extendiéndose al sur hacia las majestuosas faldas de los Andes. Se trata de un tapiz de vida donde los campos verdes, rebosantes de yuca, ñame y maíz, se entrelazan con la sombra de imponentes palmeras y los pastos donde el ganado pasta plácidamente.

Pero este hermoso paisaje esconde un pasado complejo.

A unas dos horas al sur de Cartagena, se despliega un mosaico diverso de poblaciones dentro de pequeños asentamientos conocidos localmente como veredas que abrazan un laberinto de ciénagas. Este intrincado ecosistema de canales y pantanos, vital para el equilibrio ambiental, ha sido también escenario de lucha durante el prolongado conflicto armado que ha marcado la historia de Colombia.

«Uno sabe que en muchos países se vive la guerra, pero nosotros en Colombia no estábamos preparados para nada de lo que sucedió», relata Saray Zúñiga, quien no duda en reconocerse como víctima del conflicto armado que azotó a la nación sudamericana por más de medio siglo.

En 2016, Colombia dio un paso histórico hacia la paz al firmar un acuerdo con el grupo armado las FARC. Como parte de este compromiso, el Gobierno se propuso impulsar el desarrollo rural del país, con el acompañamiento de varias organizaciones, entre las cuales, la Organización de las Naciones Unidas para y la Alimentación y la Agricultura (FAO) tiene un rol estratégico en la implementación de esta crucial tarea.

Gracias a ello Saray y su comunidad han encontrado ahora un espacio para narrar sus historias de dolor y resiliencia, un paso crucial en su proceso de sanación y en la construcción de un mejor futuro y memoria histórica.

Sin embargo, las cicatrices de la guerra siguen siendo profundas en esta región, testigo de algunos de los episodios más oscuros de la violencia paramilitar en Colombia. Las cifras oficiales son contundentes: más de 600.000 personas en Bolívar fueron desplazadas forzosamente entre 1985 y 2019. Los exuberantes valles, otrora llenos de promesas, aún resuenan con los ecos de la violencia que obligó a tantos a abandonar sus hogares y comunidades, buscando refugio en ciudades sobrepobladas o pueblos distantes.

 “Fui desplazada cinco veces. Mis hijos crecieron a través del desplazamiento’’, recuerda Saray, resaltando aún así el orgullo que siente por ser Palenquera.

Las Palenqueras, descendientes de esclavos africanos que en el siglo XVI lograron su libertad y fundaron un refugio en el norte del actual municipio de Mahates, provienen de las comunidades de San Basilio de Palenque, reconocidas por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Su legado agrícola y artesanal, forjado a lo largo de generaciones, ha sido fuente de sustento y profunda conexión con la tierra. Hoy, muchas Palenqueras continúan cultivando la tierra, honrando su herencia y enriqueciendo el panorama agrícola colombiano.

Saray y su familia fueron arrancados de la tierra que sus antepasados, quienes lucharon valientemente contra el yugo colonial español, consideraban un santuario de paz eterno. Dos décadas pasaron antes de que pudieran regresar a su hogar.

Pero a pesar del tiempo transcurrido, las razones de su exilio permanecen vívidas en su memoria, como si hubieran ocurrido ayer.

“Esos hombres vinieron a mi casa, sacaron a mis hijos, los pusieron en fila y los tiraron al piso amenazándolos y gritaban ¡Apunten, disparen! ¡Apunten, disparen!”, describe Saray. “Me acusaban de esconder armas y yo les decía: las únicas armas que tengo son mis seis hijos, yo soy campesina. Mi niña tenía tres años solamente”. Las lágrimas brotan de los ojos de la madre de 55 años mientras el recuerdo la invade, aún vívido y doloroso.

Saray fue una de las tantas mujeres agricultoras que, mientras cultivaban la tierra en Mahates, vieron cómo el conflicto armado arrebataba a sus seres queridos, amenazaba sus vidas, arrasaba sus campos y robaba sus cosechas.

«En Palenque nunca imaginamos que viviríamos semejante horror, que seríamos testigos de masacres y violaciones. Fuimos perseguidos y muchos de mis amigos de ese entonces ya no están», recuerda con tristeza.

Cuando finalmente pudo regresar a su finca en la vereda de Toro Sonrisa en 2011, encontró un panorama desolador: el suelo y los árboles devastados, muchos animales desaparecidos y, lo más doloroso, el tejido social roto.

Fuente: FAO

Editora: Natalia Garavito

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