La mentada agilidad de los campesinos de nuestro país para hacer bellas artesanías que atraen a muchos extranjeros también se destaca en Filandia, donde la industria de la cestería en que antaño primaban los cestos o canastos uniformes, ahora es tan diversa como los colores de las casas que son poesía visual en este pueblo.
Bien sea una visita pedestre o a lomo de Willys, las furtivas miradas de irresistible curiosidad no dejan de volar por sobre las casas que en el resquicio al pueblo se encuentran adornadas de numerosos artículos. Es así como muchos se detienen y terminan merodeando, indagando y comprando lo que asalta a sus ojos.
José Rodrigo Arias Velásquez, es uno de los responsables de este embelesamiento, con sus manos ávidas lleva 40 años trabajando el arte de la cestería. Como muchos otros saberes, éste es uno atávico; así lo sustenta don José, quien lo aprendió de sus padres, ellos lo heredaron de sus abuelos y éstos últimos, a su vez, de sus tatarabuelos.
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Cestería: arte y tradición de generaciones
En un principio se tejía en su mayoría el canasto recolector de café, el canasto piñero y el lavador, mas con el tiempo surgieron ideas para hacer jarrones, lámparas y anchetas, pues gracias a este trabajo mancomunado nuevos productos se sumaron a este arte.
“Si usted viene y me dice ‘necesito tal trabajo’ y de pronto colabora con la idea podemos innovar”, comenta don José.
De tripeperro, emparalao o iraca se tejen los cestos y demás artículos, estas fibras naturales las regalan las montañas de nuestro terruño de los Andes; sin embargo, hoy solo se les permite extraer una estricta cantidad a los artesanos para generar un equilibrio sostenible con el medio ambiente en sus labores de cestería.
Mientras teje a una velocidad in crescendo como ejecutando arpegios don José explica, “Hay que remojarlo para que no se quiebre, se arranca por el rabo y algunos objetos pasan por varios moldes”.
Primero, se teje la parte inferior de los cestos, una vez se consigue el tamaño deseado, se hila el tripeperro estribándolo sobre un molde de varillas creando las impresionantes combas de los floreros o lo cestos; se puede cambiar de molde o no, hasta llegar al boquerón, una vez en este punto el objeto ya está terminado. No todos los cestos necesitan moldes para darles forma; la canasta remesera, por ejemplo, se hace a pulso.
El canasto puede durar años, depende del trato que se le dé; cuando la mercancía es para la intemperie hay que darle otro proceso: se le debe aplicar pintura de aceite, se utiliza alquitrán, gasolina y barniz. Para dar color se usan colorantes vegetales, el material se cocina en agua primero, se pone al sereno y luego se le aplica el color que se desee.
“Todos los artículos tienen su dificultad, porque usted tiene que ponerle amor, de eso depende la forma que le queda”.
Con curia don José hace tres cestos al día. Hay semanas que vende y otras que no, a pesar de esta inconsistencia, él vive de la cestería junto con su familia y otros avezados artesanos del pueblo.
“Que nos visiten para que conozcan nuestro arte, para que traigan ideas nuevas, siempre se puede innovar”, insiste este artista y continúa: “Estamos bregando a ver si no se muere la tradición ahí, porque los antepasados ya murieron”.
A pesar de aquella situación, en estos parajes que el tiempo parece no haber socavado, día a día se van creando nuevos artículos, pues los artesanos con generosidad les enseñan a forasteros nóveles a hacer cestos, para que los lleven y muestren en otros lugares del país o el mundo el arte de la cestería.
Respecto a esto don José dice con orgullo en su rostro, “Se llevan la experiencia y la alegría de haber compartido, y de haber aprendido un arte de amor campesino”.
Por: Cristian Camilo Galicia. Periodista.
Editor: Lina María Serna. Periodista – Editora.