Este periódico se ha fundado para servir de vocero a las clases campesinas y especialmente (creo yo) a los campesinos pobres, a los pequeños agricultores que son los trabajadores rurales o jornaleros sin propiedad que forman más de las cuatro quintas partes de los campesinos de Colombia.
Por esta razón y porque los señores directores de EL CAMPESINO han querido que fuera una persona como yo, labrador pobre y sin letras, quien escribiera esta primera página, es por lo que me he atrevido a tomar la pluma para dirigirme a todos los nobles señores colombianos en nombre de mis compañeros de trabajo y condición, para saludarlos y contarles algo acerca de nuestra vida y expresarles nuestro sentir como hijos también, aunque humildes, de esta amada patria.
Conservamos el amor a Dios
Y así, hablando a nombre de los campesinos, tengo que decir que nosotros hemos heredado de nuestros antepasados, y lo conservamos, el amor a Dios y a la patria y el respeto por nuestras tradiciones y el sentido de la honradez y el cariño por el trabajo y el amor a la tierra.
De esto dan testimonio: nuestra fe religiosa, que expresamos a más no poder con nuestra piedad y asistencia devota al templo en los días de precepto, aun a costa de sacrificios como les pasa a muchos que tienen que recorrer dos y tres horas de camino para poder asistir a la santa misa.
Nuestros hogares, sencillos y humildes, pero constituidos conforme a la Santa Madre Iglesia, donde formamos a nuestros hijos en el temor de Dios, el amor al trabajo y el respeto a los demás; nuestro acatamiento a las autoridades y nuestra contribución al estado pagando puntualmente los impuestos, mandando a nuestros hijos al cuartel, y cuando llega el caso, empuñando las armas en defensa de la patria.
Y esto no de ahora, sino desde los principios de la república, y aun antes, porque si bien se mira, los campesinos como los más antiguos y los más numerosos y quizá también los más sufridos y esforzados de este país, somos los que hemos llevado el mayor peso en todas las contiendas por la libertad.
Mi bisabuelo José Pascasio Martínez, pobre y humilde labrador, dejó allá en Cerinza hogar y sementera para asentar como soldado en el ejército libertador y luchar con las armas en los molinos de Bonza, en el Pantano de Vargas y en el Puente de Boyacá.
Por cierto que allí fue él quien cogió prisionero al coronel Barreiro, jefe de las tropas realistas y no lo soltó aunque éste lo halagaba con una bolsa llena de morrocotas. Después de la guerra mi bisabuelo volvió a sus humildes trabajos y sus hijos vivieron y murieron como él, pobres y necesitados.
A cambio de dinero nos dejó a sus descendientes el ejemplo del cumplimiento del deber. Ejemplos como éste (que no sabemos por qué no se registran en los textos de historia patria) se podrían citar por miles en las filas de los trabajadores del campo.
Podemos decir en justicia que los campesinos somos hombres de bien (si es que este calificativo puede darse a los pobres).
La triste situación en que nos encontramos
Por eso mismo no deja de dolernos la triste situación en que nos encontramos: casi sin tierra que cultivar; sin escuelas donde aprendan nuestros hijos siquiera las primeras letras ya que nosotros las únicas habilidades que podemos enseñarles se refieren a otras cosas: domar un potro, enlazar un novillo, vadear un río.
Sin caminos para sacar nuestros productos hasta la carretera, de modo que, por lo intransitable de las trochas, el flete de una mula para sacar una carga de panela del trapiche a la carretera cuesta a veces más que el valor del transporte de allí a los centros de consumo; la dificultad para obtener un pequeño préstamo en las instituciones de crédito, pues nos exigen un papeleo muy complicado y nos hacen hacer tres y hasta cuatro viajes con los gastos que esto demanda para resolvernos una petición, si es que la resuelven; la falta de herramientas, semillas, vacunas, abonos, insecticidas, allá donde se necesita, que es en la provincia; el bajo nivel de nuestras sementeras y crías de animales porque ignoramos por completo muchas cosas.
La carencia de servicios médicos en los pueblos de modo que los campesinos tenemos que atender al bejuco de guaco contra la picadura de culebra, a las hojas de romero mascado y sal para curar las heridas, a los sobatorios y a otras prácticas que nos aconsejan los yerbateros; y, en fin, la falta de ayuda en todo sentido para los campesinos en los campos, y en cambio la abundancia de las tabernas y de licores que envenenan al pueblo, de acaparadores que medran a costa del labriego, de tinterillos que un credo empapelan al campesino y se quedan con la orilla de tierra.
Nuestra vida es muy precaria
Por estas circunstancias nuestra vida es muy precaria. A la vista están nuestras reducidas viviendas de muros de barro y de techos de paja, sin cemento, sin mobiliario, sin baño, sin más alumbrado que el de un cabo de vela.
He oído decir a personas entendidas que nuestra alimentación es mal balanceada (no entendemos bien esa palabra). Lo que sabemos, y vaya que si lo sabemos, es que pasamos muchas necesidades y privaciones.
Dentro de la gran familia colombiana somos los que llevamos el trabajo más duro, pero esto no nos arredra; estamos acostumbrados a las rudas faenas y a las privaciones. Lo que sí nos duele (y al decir esto no creemos que ofendamos a nadie) es la indiferencia cuando no el menosprecio con que se nos mira y la frialdad con que se tratan nuestros problemas.
Del campo no se quiere ver sino los productos de la tierra: el café, el maíz, el algodón, el ganado. Del millón y medio de familias campesinas y de sus humildes necesidades no se quiere saber nada. Y según nuestro poco entendimiento la organización agraria no podrá marchar mientras por parte de la sociedad y del gobierno, no se preste atención a los problemas y necesidades de la familia campesina.