Declarado hace 10 años por la Unesco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, el Carnaval de Negros y Blancos continua llenando las calles de color cada comienzo de año en el suroccidente del país. Se trata de una tradición ancestral que ha sobrevivido al paso del tiempo, y que se renueva cada año con más esplendor.
Desde las danzas y rituales indígenas de Los Pastos y Quillacingas, en honor al sol y la luna, pasando por la algarabía de las celebraciones de esclavos en la época de la Colonia, hasta llegar a nuestros días de explosiones festivas, el carnaval es sin duda el testimonio de las raíces inquebrantables y eternas de un territorio alegre y variopinto, cuyos colores son los rostros de su gente entremezclada en tiempo de carnaval.
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Época en la que los negros se vuelven blancos y los blancos negros, contrastando con las carrozas quiméricas de seres multicolor y las comparsas cuyo caudal de bailarines incansables inunda de ritmo hasta el último rincón.
En tiempo de carnaval lo estrafalario no es excepción sino regla; los cuerpos se transforman en fauna a través de la pintura cosmética y los disfraces. Los personajes míticos de icopor y papel encolado desfilan ante la multitud por la senda consagrada a la imaginación de los artesanos, cuyas manos dan forma a imponentes leones y jaguares tornasolados, a monumentales rostros de gestos extravagantes y a todo un abanico de criaturas de leyenda.
Y es que el mismo diablo se paseó por las calles de San Juan de Pasto, mostrando la lengua y las garras y rodeado por un séquito de entidades apocalípticas.
Pero ni el mismo Mandingas suscitó tanta polémica como la efigie de un ex mandatario y lo que parecía ser un tierno “chanchito”, pero es que eso es el carnaval, una fiesta irreverente donde la sátira también tiene lugar; un espectáculo que además es reflejo de su gente, de sus ideas y su resistencia, y por nada del mundo debe ser motivo de censura, pues es expresión de cultura y libertad.
La alegría de las murgas y las comparsas, también acompañó el carnaval, un mandala de cuerpos en movimiento ambientado con un sonido tan alto que ni el Galeras haría tanto ruido si despertara. Un acontecimiento surrealista en el que se funde la realidad con la imaginación de miles de corazones, incluso de corazones foráneos, porque el carnaval ya es fiesta internacional, como dice Hernán Narváez, artista, “el carnaval de negros y blancos dejó de ser una fiesta que nos pertenecía a nosotros, como una región, a pertenecerle a Colombia, y luego a pertenecerle al mundo”.
Al final del carnaval, queda el recuerdo de la majestuosidad de la región, de la sonrisa de su gente en las calles atiborradas de la senda que convoca a adultos, abuelo(a)s, niños y niñas que crecerán orgullosos y llevarán en la retina el color de su territorio. Queda la evocación del Desfile Magno, y sobre todo, el anhelo de regresar el próximo año.
Por: Christian Giovanny Barreto. Periodista.
Editor: Lina María Serna. Periodista – Editora.