A veces, por no poder cambiar el mundo, ni siquiera arreglamos lo que sí podríamos mejorar a nuestro alrededor.
Por: Kenny Lavacude
El símbolo de la levadura ha sido especialmente querido y apreciado en la fe cristiana. En efecto, Jesús mismo, al querer explicar gráficamente el Reino de Dios utiliza el símbolo de la levadura: “El reino de los cielos es semejante a la levadura que una mujer tomó y escondió en tres medidas de harina hasta que todo quedó fermentado” (Mt 13, 33) El símbolo es extraordinario ya que una pequeña cantidad de levadura es capaz de hacer crecer una gran cantidad de harina, constituyendo una masa la cual, además de dar abundante pan, puede alimentar a mucha gente.
En el texto, Jesús pone el énfasis en lo pequeño, muestra la aparente poca eficacia de su misión, su irrelevancia, pero, a la vez su fuerza poderosa y transformadora. El poder de la levadura, y su simbología, nos invita a confiar en la eficacia de la acción de Dios.
La imagen de la levadura nos invita a pensar también que el modo de actuar de Dios no es escandaloso ni espectacular. La presencia de Dios se manifiesta preferentemente en lo pequeño, en acciones en apariencia insignificantes, en personas que, quizá, poco cuentan, pero a todo esto le imprime una gran fuerza, una enorme potencia capaz de generar cambios, de transformarlo todo. La vida de Jesús es una muestra de la verdad que nos pone en evidencia la levadura; ajeno al espectáculo y a la relevancia social, Jesús lo transforma todo para siempre.
Los pequeños gestos pueden cambiar la vida de una persona y de una comunidad: saludar, dar las gracias, ceder el puesto a quien lo necesita, visitar a la tía lejana anciana y enferma, perdonar un error, entender al trabajador que llega tarde… Pequeñas acciones levadura que pueden fermentar la masa del mundo en el que vivimos.