Dicen que la primera persona que llegó a la empozada carrera primera, había soñado que se sacaba un entierro y que no durmió tratando de descifrar el punto exacto del futuro hallazgo, hasta que alguien maldijo a un gobernante porque tenía las calles destapadas; que por ejemplo en esa primera se podía miniar perfectamente.
Entonces la frase retumbó en los oídos de la candidata a millonaria y, sin pensarlo dos veces, rebuscó entre sus chécheres la vieja batea con la que aprendió a buscar oro desde los cinco años, los cachos, la barra y el almocafre y con un improvisado roete, le armó una cuna a su instrumental de antaño y se hizo a la aventura de su sueño.
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La gente del barrio la dio por loca porque ya en el Chocó no se minea; es que las dragas mataron las almas de los barequeros y todos se fueron muriendo de tristeza nadando en el lodo de su absoluta miseria.
Llegó al lugar un poco agitada y se ubicó, luego de inspeccionar que no hubiera competencia (no fuera que su sueño se hubiera colado en otra cabeza insomne) en el hueco más grande que dejaron los contratistas del urgente pavimentado que ordenó un alcalde antes de irse de vacaciones.
El primer golpe seco de la barra estuvo acompasado de un quejido profundo. Un lamento, tal vez que salió de lo más profundo del alma. Se acordó de la abuela y cerró los ojos con todas las fuerzas de su corazón.
En una fracción de segundo, se vio en el arenal, cegada por la canícula oyendo los consejos de la anciana: que no se ponga así porque la batea se le comba y el oro se esconde, que no piense en ambiciones porque se nos va la mina pa otro lado; no se cruce cuando descanse…
Una algarabía la sacó de sus recuerdos y notó, con asombro, que una horda de nadies armados hasta los dientes con cachos y bateas se acercaban irremediablemente. ¿Habían soñado también con ella? Tal vez se trataba de soñadores viejos o de calificados sabuesos en las artes del hambre.
Por: Óscar Alberto Molina Serna. Facilitador de ACPO en Chocó.