jueves, octubre 10, 2024
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#Opinión: Aprender para ser libres de cualquier prisión

"En pleno siglo XXI, la falta de oportunidades educativas sigue marginando a millones de seres humanos de las posibilidades de vivir dignamente, y priva a los países de aprovechar el aporte de estos seres humanos al desarrollo".

Ese viernes, después de terminar nuestro frugal almuerzo, nos encontramos con el guía que nos había citado a las 2 de la tarde en punto, en la puerta de entrada de la cárcel de Ubaté. Éramos siete profesionales, cinco mujeres y dos hombres.

Estábamos un poco recelosos con nuestra visita al penal que ocupa casi todo el primer piso del edificio republicano de dos plantas, donde tiene también su sede la alcaldía municipal. Es una amplia casona con ventanas verdes, rejas de hierro y tejas de barro, ubicada en el marco de la plaza central del pueblo.

A la canícula del mediodía, le había seguido un cielo encapotado y un descenso abrupto de la temperatura, presagio de la lluvia que caería al atardecer. En el portón de entrada nos recibió un joven guardián de uniforme de dril, entre gris y azul claro, y nos explicó que su jefe aún no había regresado de almorzar y que sólo él podía autorizar nuestra entrada a la sala de lectura de la biblioteca del presidio.

Donde haríamos una nueva prueba de la primera lección de MI ESCUELA, el método de alfabetización digital que estábamos desarrollando junto con Acción Cultural Popular – ACPO. Allí trabajaríamos con un grupo de 16 reclusos que, supuestamente, no sabían leer ni escribir. 

Por la gestión del guía, dos jóvenes guardianes con rostros desconfiados nos condujeron por un corredor estrecho hasta una especie de sala de espera donde debíamos ser requisados. Nuestra visita ya estaba anunciada, aprobada y anotada en el libro de registro y podríamos estar allí hasta las cuatro de la tarde, pues a esa hora los presos harían formación, serían contados y recibirían la cena. A las cinco debían terminar y formar para ingresar a las celdas. Teníamos dos horas preciosas para probar la primera lección.

La sala de espera desemboca en un pequeño espacio, flanqueado por una reja firmemente clavada entre el piso y el techo e impide el acceso al interior de la cárcel. Pusimos nuestros morrales en el piso y nos acomodamos en las cuatro sillas y en un par de butacos plásticos que habían en el zaguán. 

Por el desgaste de la pintura en los barrotes de la reja se podía deducir el frecuente tráfico de personas que salían o entraban al penal. Con un poco de curiosidad quise ver qué había más allá de la reja, hacia el interior; sin embargo, desde la sala sólo escuchábamos las voces desordenadas de unos rostros que aún no identificábamos. 

Nos recogieron todos los teléfonos celulares y los guardaron en una bolsa que colocaron bajo llave en un viejo mueble de madera. Expliqué que no podía entregar mi teléfono pues sus datos móviles alimentarían la señal de las tabletas en donde los reclusos debían estudiar la lección. Por eso, tampoco podríamos entregar las tabletas. Me permitieron conservar mi teléfono y las tabletas, pero me advirtieron que no podríamos hacer ninguna llamada mientras estuviéramos dentro del penal. 

Cuando el reloj de pared mostró las dos y media de la tarde, apareció en la puerta el fornido jefe de guardia que se detuvo un momento a hablar con nuestro guía. Presentamos nuestros documentos de identidad, hombres y mujeres fueron requisados, hurgaron en nuestras bolsas, carteras y morrales, firmamos el libro de visitas y, finalmente, nos autorizaron el ingreso. Luego de nuestra entrada, el guardia cerró la reja de acceso, puso el candado y sentí que nuestro grupo también estaba prisionero en ese lugar donde unos meses antes se había comprobado que desde allí se continuaba extorsionando y delinquiendo. En silencio seguí detrás del grupo.

Por una estrecha escalera llegamos a un entrepiso donde estaba la oscura sala de lectura de la biblioteca y en donde nos esperaban los “alumnos”, listos para aprender. A pesar del frío de la tarde, la mayoría llevaba apenas una camisa y un viejo pantalón, y uno que otro se mal abrigaba en el frío de la tarde con un suéter descolorido o una chaqueta.

Encendimos la luz y rápidamente juntamos en binas las sillas plásticas alrededor de la única y larga mesa rectangular, y llamamos a seis adultos de diferentes edades que se sentaron cada uno junto a uno de nosotros. Si fuera necesario entre los seis auxiliares ayudaríamos a los reclusos en su tarea y tomaríamos nota de todo lo que sucediera durante la actividad. Puesto que no había internet, con los datos móviles de mi teléfono enlazamos las tabletas a la red, para que la aplicación pudiera funcionar. 

Los demás reclusos, unos diez más, estaban inquietos observando a sus compañeros. Fue necesario explicarles de qué se trataba el trabajo y se quedaron más tranquilos, deseosos de ser los siguientes en usar las tabletas, unos aparatos que apenas algunos de ellos habían visto antes en su vida. 

Uno de los reclusos me llamó la atención porque vestía de paño y parecía vigilar todo lo que hacíamos. Se sentó en la parte de atrás de la sala y desde allí observaba la actividad. Deduje que, por supuesto, ya sabía leer y escribir. Pero él estaba allí, esperando su turno para usar la tableta, como uno más del grupo de presos. 

Ya encendidas las tabletas y con los audífonos puestos, cada uno de los “alumnos” se olvidó de lo que sucedía a su alrededor y se concentró en seguir las indicaciones, ver las imágenes y hacer lo que se les pedía. No se nos permitió tomar fotografías ni grabar en video la sesión. Por eso, decidí grabar en mi mente y en mi corazón cada momento. 

Me impresionó ver la dedicación y seriedad con la que todos los reclusos estaban dispuestos a cumplir con la lección. Estaban atrapados por esta nueva manera de aprender, usando una tableta que les preguntaba su nombre, les saludaba amistosamente y les decía cómo dibujar en la pantalla. 

En un momento, me alejé del grupo y me ubiqué atrás junto a Mario, el preso vestido con traje de paño. Lo saludé y me respondió con amabilidad y con una gran tranquilidad, estaba allí desde algo más de un año, le gustaba leer, estudiar y colaborar con la educación de los demás. Cada hora de estudio o de trabajo educativo le ayudaba a disminuir el tiempo de prisión. 

Me explicó que no conocía a todos los que estaban ahí, pero sí me dijo que muchos de los presos no sabían leer ni escribir y que nuestra idea le gustaba mucho. Muchos de ellos habían sido mulas, pequeños narco-negociantes, o que habían delinquido. Mario quería ver cómo podía ayudar a que otros aprendieran. Quería ser profesor de nuestro método. Enseñar y aprender los acercaba a todos a la libertad. Nunca me dijo por qué estaba preso.

Al ver a esos reclusos reunidos, encerrados en esas viejas paredes, pero con un enorme deseo de aprender, me reafirmé en que la falta de oportunidades para estudiar y aprender constituye la mayor prisión que puede sufrir un ser humano.

La falta de educación encierra a seres humanos concretos en un cautiverio inaceptable que le impide participar de los beneficios de la educación y la cultura y tenemos que acabar con él. En esa cárcel nuestros “alumnos” estaban presos por algún delito pero, principalmente, por ser pobres, excluidos y marginados. 

Sin educación, difícilmente saldrán de la pobreza y así seguirán los más de dos millones y medio de analfabetas colombianos adultos, olvidados en todas las políticas educativas del Estado, presos en medio de carencias y de desigualdades. Otros delincuentes, seguramente muy ilustrados, seguirán aprovechándose de esa ignorancia para perpetuar las desigualdades, la explotación, la injusticia. 

Por eso, la tarea de estructurar en MI ESCUELA un método novedoso y eficaz de alfabetización digital, constituye una verdadera innovación social, libera de la ignorancia a los cautivos y da libertad a las mentes y a los corazones. Como lo hemos anunciado antes, ACPO, UNIMINUTO y TETRACTO se han unido para lograr este propósito.

De acuerdo con datos de la UNESCO en América Latina hay más de 32 millones de analfabetas. Según la CEPAL, en un estudio comparativo adelantado en 18 países de América Latina, una persona adulta con la educación primaria incompleta recibe al año cerca de 300 dólares, lo cual significa siete veces menos ingresos que una persona que ha concluido su educación profesional, y que recibe en promedio 2.000 dólares. Un adulto analfabeta tiene ingresos inferiores a un dólar diario. 

Hoy, en pleno siglo XXI, la falta de oportunidades educativas sigue marginando a millones de seres humanos de las posibilidades de vivir dignamente, y priva a los países de aprovechar el aporte de estos seres humanos al desarrollo. A la vez, los promotores y negociantes de la ilegalidad y la violencia encuentran en ese enorme grupo de marginados sociales y culturales, a los esclavos y prisioneros víctimas de su ambición y dominio. La falta de educación es terreno abonado para la violencia y la delincuencia. 

A las cinco de la tarde, después de terminar la prueba y con todos nuestros equipos completos, abandonamos la cárcel. Adentro seguían presos nuestros alumnos, esperando una nueva visita con nuevas lecciones para seguir estudiando. Habíamos comprobado su enorme interés y su deseo de aprender, pues ellos sí que saben lo que significa perder la libertad por falta de educación. 

Afuera nos miramos sonrientes, aliviados al abandonar la prisión y conscientes de lo que significa gozar de nuestra libertad. De regreso a nuestras actividades, nos prometimos seguir adelante, unidos en el compromiso de lograr nuestro propósito educativo. Muchos otros, como Mario, aunque permanecen prisioneros, están completamente dispuestos a ser nuestros aliados para disminuir sus condenas y liberar a sus compañeros de la prisión del analfabetismo que les niega su dignidad y su justa libertad. 

*Esta nota periodística no representa la postura de Acción Cultural Popular – ACPO organización dueña de la marca registrada Periódico El Campesino y elcampesino.co. Con ello, tampoco compromete a la organización ni al periódico en los análisis realizados, las cifras retomadas, los entrevistados que aparecen, entre otros. 

 

Por: Bernardo Nieto Sotomayor. Equipo Editorial Periódico El Campesino.

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