Tolerancia en el país de los mil colores

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Por Juan Carlos Pérez Bernal

Colombia está a las puertas de tomar una de las decisiones más trascendentales desde el famoso plebiscito de 1957 que dio origen al Frente Nacional y consagró el voto femenino. Lo grave es, por un lado, que pocos colombianos y colombianas parecen estar conscientes de lo que está en juego. Por el otro, en la actual coyuntura, como suele pasar en Colombia, la cada vez más aguda polarización no deja espacio ni para pensar ni para actuar.

Es lo que acabamos a evidenciar, con ocasión de las famosas marchas contra una supuesta política de educación sexual promovida por el Ministerio de Educación Nacional. Si algo quedó bien claro con las protestas es que la sociedad, como un todo, no ha aprendido a conjugar el verbo tolerar.

Así, en la cotidianidad se asume que “tolerar” es aguantar, dejar que todo pase, ser permisivos.  Nada más alejado de la compleja definición del concepto  asumido por la filosofía política como uno de los pilares del entendimiento con el otro.

Un repaso por algunos de los ensayos del recordado profesor Guillermo Hoyos Vásquez – ¡cuánta falta nos hace en estos momentos!- nos permite ver que, bien aplicada, la tolerancia nos ayuda a activar la “acción comunicativa”, al servicio de  lo él mismo llamaba “educación para la democracia”.

Permítanme recordarlo con algunas de sus iluminadas reflexiones:

“El primer momento de la comunicación, el de la comprensión, es de apertura a otras formas de vida; en él se basa la tolerancia y el pluralismo razonable; él constituye el reconocimiento del derecho a la diferencia”.

En ese contexto, nos exhorta a “perder el miedo a comprender  a otros, como si ello significara tener que estar de acuerdo con ellos”.

Es, como lo consignara quien suscribe este texto en el libro “Atajos hacia el humanismo cívico” una propuesta para recuperar en Colombia el nivel de la discusión pública, mediante un ejercicio de deliberación que pasa por subirle el tono y el valor a los argumentos y bajarle a la “emocionalidad sofocante” del discurso.

Claro, no pasamos por alto las veladas y a veces cínicas e inmediatistas intenciones de la agenda política que privilegian el efectismo de la emoción a secas frente al valor constructivo de la “emoción guiada por la razón”. Sin embargo, pensamos que, si de verdad queremos apostarle a la paz, que según todas las agendas públicas de discusión se construye primero con justicia social en el campo, nada tan importante como entender que la política se hizo para construir acuerdos, para entenderse con el otro. Porque ese otro, así parezca muy diferente, casi siempre, querámoslo o no, hace parte de nosotros.  ¡He ahí el valor de la verdadera tolerancia, en éste,  el país de los mil colores!

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